Finalmente llegó la mañana del tres de mayo, el día en el que partíamos a Milán. Cada una con una maleta de ruedas, cogimos un taxi hasta el aeropuerto y allí comenzó nuestro viaje.
A las nueve de la mañana, el avión despegó. Tras tres horas y media de vuelos y trajín, llegamos al aeropuerto de Bérgamo. Un autobús nos llevó a Milán.
El hotel estaba muy bien. El Milano Milestars era un gran hotel de cuatro estrellas, situado nada más y nada menos que en el centro de Milán, a tan sólo un par de manzanas del Duomo.
Hicimos el check-in y fuimos a dejar nuestras maletas en nuestra habitación. Era una habitación de aspecto simple y minimalista, pero muy bonita, con un cuadro de Milán colgado sobre las dos camas y unas lámparas preciosas sobre las mesillas de noche. Los armarios se veían muy cuidados y nuevos.
Decidimos ducharnos y cambiarnos de ropa, para estar más presentables y frescas y relajarnos también un poco.
Teníamos un hambre feroz, y lo primero que hicimos tras salir del hotel fue ir a una pizzería. Al parecer, tenían focaccias, que son esas especies de pan plano, rectangular, que lleva hierbas y otras cosas encima y se suele decir que se parece a la pizza. La mía era un sfincione palermitano, que está cubierto de tomate, anchoas, cebolla, queso y pan rallado; y la de Amaia era una Focaccia pugliese, que, según nos explicó el amable chico que nos atendió (hablaba castellano, sí, y muy bien, de hecho), lleva sémola y patata en su masa, la focaccia de Apulia contiene olivas, orégano y tomates cherry.
Estaban realmente buenas; nunca las había probado, y, entre el hambre que tenía y lo suave que estaba la masa, me parecieron un manjar.
Tras las focaccias, decidimos que era tiempo de hacer turismo y disfrutar del bello Milán. Además, hacía un día espléndido; calor ─pero no demasiado─ y sol.
Llegamos a la plaza del Duomo. No sé si era por el sol o por qué, pero el brillo y luminosidad que desprendía la enorme catedral me pareció increíble; daba una sensación de magnificencia y pureza que nos enamoró de la ciudad italiana al segundo.
Luego comimos unos helados. El mío era de pistacho y avellana con trozos de galleta por encima. El de Amaia era de stracciatella y café, con trocitos de chocolate.
Nos sorprendió gratamente la amabilidad de la gente de Milán; todos los dependientes eran muy agradables y considerados con nosotras, y todos los coches nos cedían siempre el paso. Nos esperábamos una ciudad más caótica, tal y como suelen pintar las ciudades italianas en las películas.
La gente iba realmente arreglada; las chicas iban muy elegantes y no era nada raro ver hombres con traje y corbata. Amaia y yo no quisimos ser menos, y por ello nos llevamos nuestras mejores prendas de vestir; el primer día llevé una falda negra y una chaqueta de botones blanca muy mona y unas sandalias negras con suela de madera con algo de tacón, y Amaia llevó unos pantalones campana color marrón y un bolso del mismo color, y una camisa blanca a juego con sus sandalias de cuña. Insistí en que pasaría frío al ir sin chaqueta, pero lo negó rotundamente (y ya posteriormente me confesó que algo de fresco tenía). El día de la boda, Amaia fue con su vestido amarillo y yo con el mío rosa.
Vimos unas Vespas, y no pude evitar pensar en el pasado de mi madre y toda la historia con Maribel y Juan, y mucho menos pude dejar de pensar en la triste muerte de mi gato. Tenía miedo de encontrarme con Maribel, y tampoco deseaba volver a ver a Juan. Pero ahora estaba en Milán, y era momento de desconectar, lo cual debía ser sencillo al no ver a nadie conocido salvo Carmen y mi inseparable compañera Amaia.
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El Sueño De Colibrí
Genç KurguMaría es una niña huérfana muy curiosa y con mucha imaginación, que siempre sueña con un mundo mejor. En su camino para encontrar la felicidad vive muchas aventuras surrealistas. ¿Dónde termina un sueño y empieza la realidad? Esta joven narra todas...