Capítulo 23: Análisis

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Recorrí el pasillo en la silla de ruedas, con Carmen llevándome lo más rápido posible, sin poner en riesgo mi seguridad, claro.
Me llevó hasta el ascensor. Esperamos a que se abriera la puerta y entonces entramos. Estábamos en el tercer piso, y teníamos que ir a la planta baja, así que ella pulsó el botón «0». Se oyó un pitido y a continuación se cerraron las puertas. Sólo ella y yo nos encontrábamos ahí. El ascensor bajó y las puertas se abrieron. Salimos de ese lugar y un hombre aparentemente apresurado, que llevaba barba, entró. Sería un enfermero, a juzgar por su aspecto; llevaba mascarilla y una bata blanca.
─¡Demonios, son las dos y veintidós…! ─murmuró la enfermera, mientras me llevaba por el pasillo de la planta baja a paso rápido─. Me dijo que te llevara con él a y cuarto…
─No es tanta la diferencia, ¿no? ─interrogué yo, extrañada ante que exigieran semejante puntualidad.
─Para cualquiera de los mortales, no ─admitió ella─. Pero para el doctor Antonio, sí.
─¡Pues ve más rápido! ─la animé.
─Eso intento, pero como choque con alguien me van a echar de aquí…
─Da igual, ¡piensa en el aquí y el ahora!
─¡Tienes razón! ─exclamó, ya corriendo por el pasillo a toda velocidad.
Quién diría que yo estaba animando a una enfermera a correr por los pasillos como una loca irresponsable.
En una de las curvas en las que girábamos a todo correr, casi arrollamos a un señor mayor que iba con su bastón.
─¡Maldita sea, tenga cuidado!
El hombre tenía razón. Estábamos siendo unas irresponsables. Pero, por una vez, no fui tan prudente como siempre, y me sentí rebelde. Hasta cierto punto, estaba bien rebelarse contra el universo y no ser una damisela bien portada que actúa como una princesita. Pero correr por los pasillos de un hospital seguramente no era el acto más adecuado para rebelarse contra la sociedad y romper los esquemas y prejuicios de la gente; no tenía nada que ver una cosa con la otra.
─¡Perdón! ─gritó Carmen, girándose para ver al anciano, ya a unos cinco metros de distancia de ese hombre.
Me giré para divisar la escena y vi que el anciano seguía refunfuñando.
─Los jóvenes de hoy en día no respetan a sus sabios mayores… ─murmuraba enfadado, pero no muy bajo, pues yo lo oía a cinco metros.
─Ya casi estamos, María.
─Sólo son y veinticinco, tranquila ─anuncié.
Paramos frente a una puerta grisácea bastante fría, como suelen ser las de hospital.
─Ya hemos llegado ─anunció mi enfermera, abriendo la puerta.
Dentro se encontraba mi doctor, al que nunca había visto; hasta ese momento, todas las noticias que tenía que saber yo, me las había notificado Carmen.
Entré empujada por la señora que me había acompañado durante muchas de las horas que había pasado en el hospital.
─Buenos días, María ─saludó un señor de unos cincuenta y pico años, de barba y pelo gris, gafas de grueso armazón de plástico negro; y después se levantó de la mullida y cómoda silla de su despacho, acercándose a mí para recibirme de forma educada─. Soy Antonio.
Me ofreció su mano y la estreché.
─María, encantada.
─Ya tengo tus análisis ─anunció tranquilo el doctor.
─¿Están bien?
─Sí, están bien ─afirmó, yéndose de nuevo en dirección a su escritorio, e invitándome a seguirlo─. Hablemos de ellos.
Carmen llevó con suavidad mi silla de ruedas hasta cerca de su mesa. El doctor se dejó caer en el sillón marrón que tenía el típico aspecto de asiento de despacho para señores abogados de mediana edad muy aburridos y serios.
Observé al hombre, a la espera de que empezara a hablar sobre los resultados de mi prueba.
Abrió un cajón del escritorio.
─Entonces… ─dijo mientras rebuscaba entre papeles, hasta que finalmente lo encontró─. Aquí está.
Sacó unas cuantas hojas grapadas. Me quedé mirándolas.
─Estos son los resultados de tu análisis de sangre ─explicó─. Están perfectos, tal y como deberían estar.
─¿Qué aparece en ese informe? ─pregunté yo, que nunca había tenido la posibilidad de ver los resultados de ningún análisis.
─Pues bueno, de colesterol estás bien; de todos modos, a tu edad siempre es necesario, ya que se transforma en hormonas. El problema sólo viene cuando te haces mayor, porque ya no se transforma en nada y se acumula en el torrente circulatorio y va dañando los órganos. Los glóbulos rojos y blancos están bien. ¿Quieres saber más? Viene mucha información.
Se veía que pensaba que ese tema no me interesaría. Y, en sí, me parecía muy interesante, pero lo cierto era que de poco me servía que me explicara todo, ya que no estaba entendiendo nada.
─No, gracias. Con que esté bien, es suficiente ─argumenté tranquila y agradecida de que tuviera la intención de explicarme lo que fuera necesario y también de que fuera empático y viera que entendía poca cosa.
─Por cierto, quería decirte que ya puedes ir en muletas, en vez de silla de ruedas, pero con cuidado.
─De acuerdo.
─Y también ya te puedes ir a casa.
─¿Sí?
─Sí, ya mismo. No necesitas estar aquí más tiempo. De hecho, probablemente has permanecido aquí bastante más tiempo del necesario.
Era verdad. ¿Estar tantos días interna en el hospital por un desmayo y una rotura de un hueso? Sonaba exagerado y superfluo. Inútil e innecesario. Pero, al fin y al cabo, yo no sabía del tema, así que quizás no debía de opinar. Y si había sido una negligencia, lo bueno era que no había tenido mayor impacto en mi salud. Aunque si los médicos cometían errores en ese tipo de cosas, también podrían cometerlos en muchas otras que sí me afectaran más…
─Vale, gracias.
Tras unos segundos de silencio, el doctor volvió a hablar.
─Bueno ─comentó y, a continuación, suspiró; estaría fatigado de tanto trabajo─, pues no hay nada más que decir.
Me sonrió cálida y amigablemente. Parecía un señor simpático, y eso era, sin duda, extremadamente importante cuando se trabaja en un lugar donde se atiende a muchas personas. Se veía también bastante honesto, modesto y sincero.
Se levantó para acompañarnos a Carmen y a mí a la puerta, y así pudiera despedirse apropiadamente. Abrió la puerta y se despidió. La enfermera y yo nos despedimos también.
─¿Pues qué te han parecido los análisis? ─preguntó la enfermera, mientras nos dirigíamos a mi habitación.
─Están bien ─respondí sincera.
─¿Y el doctor Antonio?
La miré confusa y curiosa, y solté una carcajada.
─Bien, también, supongo…
─Sí, es majo, ¿verdad?
─Estás enamorada de él ─deduje, levantando las cejas intermitentemente.
Se rió y se ruborizó.
─Bueno… Podría decirse que sí… ─afirmó con toda la naturalidad del mundo─. Bueno, sí, sí; no te lo voy a negar, me gusta mucho.
─¿Tenéis la misma edad?
─No, pero casi. Yo tengo cincuenta y dos, y él, cincuenta y cuatro.
─Bueno, es casi lo mismo ─respondí─. Igual le gustas.
─Ay, no sé, yo, chica…
Llegamos a la habitación y no había nadie.
─Bueno, ¿te quieres ir ya? ─preguntó Carmen.
─Pues sí… Pero, ¿no está Raquel?
─No está aquí en el cuarto, al parecer, y no tengo ni idea de dónde estará.
Quería despedirme de ella. Aparte, no había llegado a descubrir quién era el padre de Adrián. No sé por qué me interesaba. Probablemente porque yo pensaba que no tenía padre y quería saber si aquel chico me había mentido.
─Recoge tus cosas y en veinte minuos vuelvo, que tengo que hacer una cosa ─dijo la enfermera, yéndose de la habitación.
─De acuerdo ─respondí yo, aunque prácticamente estaba hablando sola.
Despacio, me levanté de la silla de ruedas y me senté en mi cama. Así podría recoger más fácilmente las cosas que había dejado en mi mesilla de noche, junto a la pared y a la cama. Saqué las cartas con tréboles, que ya estaban secas, pero no se podían leer. Saqué mi collar y mi pulsera dorados, mi reloj blanco y “La Historia Interminable”. Abrí este libro y vi el marcapáginas que se encontraba dentro, que había dibujado y pintado yo de pequeña, en el orfanato. Tenía líneas gruesas, onduladas y rectas, pintadas de diferentes tonos de color azul que resultaban deprimentes. Me acuerdo de que era una actividad de una clase de plástica, donde teníamos que pintar con colores con los que nos sintiéramos identificados en ese momento, y supongo que yo me sentía triste y por eso escogí tonalidades azules. Le di la vuelta al marcapáginas y vi que, en vez de tener colores tristes y deprimentes, tenía colores muy vivos y cálidos, como naranja, rojo, amarillo o rosa chillón. En la parte de los colores alegres, venían las firmas de mis amigas y compañeras del orfanato Aurora Juvenil, como Raquel, Marta, Laura, Inés o Adriana. Esas firmas mostraban la inocencia, pureza, ingenuidad y creatividad de todas nosotras cuando éramos pequeñas; era bonito recordar esos momentos no tan tristes.
Sin embargo, yo no solía recordar los buenos momentos, y era por eso que siempre miraba la cara triste del marcapáginas al dejar un libro. Ni siquiera me acordaba del otro lado del papel, que era tan alegre. Quizás era hora de acordarse de los buenos momentos y olvidarse de los malos. Por esa misma razón, le di la vuelta al marcapáginas, para que así, cuando volviera a abrir ese libro, pudiera ver lo bonito de mi infancia.
Antes de cerrar “La Historia Interminable”, la puerta del cuarto se abrió y poco después se cerró de un portazo, como si alguien furioso hubiera acabado de entrar. Cerré el libro, lo dejé sobre la mesa y me levanté despacio. Decidí coger las muletas, que esta vez sí estaban cerca de mí, y desplazarme hasta el otro lado de la cortina azul turquesa para ver si era Raquel quien se encontraba dentro de la habitación.
Se oían sollozos de alguien desconsolado y destrozado. Llegué al otro lado del cuarto y vi que, en efecto, se trataba de Raquel. Ella estaba tumbada en su cama, aferrándose con fuerza a su blanca almohada, seguramente buscando consuelo en ella.
─Raquel… ─articulé muy preocupada, sobretodo porque no tenía ni idea de cómo consolarla si no sabía qué le ocurría.
Se dio la vuelta, pues me estaba dando la espalda, y me miró a mí, que me encontraba al lado de la bambalina azul. Sus ojos estaban inundados por lágrimas de tal forma que yo me sentí profundamente angustiada y triste nada más verla. Me miró un par de segundos y volvió a darme la espalda.
─Quiero estar sola ─alegó con la voz rota y rasposa.
Me quedé de pie como una inútil, sin saber qué hacer o qué decir, pensando en si debía de marcharme y dejarla en paz o insistir e intentar ayudarle. Me acordé de que en quince minutos pensaba marcharme del hospital y probablemente no volvería a ver a Raquel si no hablaba con ella. No deseaba quedarme con el mal sabor de boca de no haberle ayudado ni de no haberme despedido de ella. Pero tampoco quería ser pesada e insistir mucho; debía respetar sus deseos y decisiones, al fin y al cabo.
─Puedes contar conmigo para cualquier cosa ─sentencié, dándome la vuelta y volviendo a mi lado de la habitación, dando la conversación por terminada.
Si ella quería decirme algo, tenía que saber que podía hacerlo, sin sentirse presionada.
─Mi abuela Ángela… ─murmuró por lo bajo─. Se ha muerto…
Me volví a dar la vuelta sorprendida, y cuando vi que seguía dándome la espalda, decidí sentarme frente a ella en una silla que muy convenientemente se encontraba allí, a su vera.
─Lo siento mucho ─mascullé delicadamente, con miedo a hacerle sentir peor aún.
Levantó su mirada de la almohada y la dirigió hacia mí, tímidamente.
Se levantó un poco del colchón y se sentó, apoyando su espalda en la pared. Luego, se limpió las lágrimas, intuyo que intentando ser más fuerte y olvidar eso. Pero seguramente no podía.
─Mi madre nunca me dijo que me amaba, y mi padre, al que nunca pude conocer, tampoco. Nunca podré saber si mis padres me querían. Esa incertidumbre me mata, me causa un dolor muy fuerte que no puedo superar. Para mí, no hay nada más cruel que irse y dejar a alguien con esa duda, de si de verdad era amado. Mis padres fueron egocéntricos por no decirme que me querían ─explicó detalladamente, desahogándose─. Y la cosa es que no quiero quererlos; quiero odiarlos, pero no puedo, y por eso me odio en cierta forma, por no ser capaz de hacer lo que quiero con mi vida.
Eso mismo me pasaba, pero había tenido la suerte de saber que mis padres me amaban incondicionalmente, al contrario que ella. Cada vez conocía más personas que no tuvieron padres ideales (algunos habían estado a kilómetros de serlo); yo hacía nada pensaba que todos los padres eran buenos y amorosos.
En lo que sí nos parecíamos Raquel y yo era en no ser capaces de lograr lo que queremos.
─Y sé que nadie nunca me va a entender ─prosiguió ella─. Porque, aunque quieran, no han pasado por mi vida ni experiencias. Y la gente que me dice que me entiende es mentirosa, porque nadie nunca me va a comprender.
Menos mal que ella acababa de explicar esto, porque yo estaba a punto de decirle que la entendía y comprendía totalmente, y eso habría sido muy inoportuno al parecer.
─Mi familia me ha ocultado que mi abuela estaba enferma y se iba a morir pronto, no confían en mí, no me quieren, no les importo… ─ahora ella volvía a llorar─. Sabían que ella se iba a morir de esta enfermedad hacía mucho tiempo, y no me lo dijeron. Si me lo hubieran dicho, habría aprovechado cada minuto con mi abuela. Pero no, y no sé por qué no me lo han dicho… El problema igual lo tengo yo.
Decidí que lo más prudente sería callarme, pues Raquel no estaba de humor, y cualquier comentario desafortunado mío podría acabar en más llantos y sufrimiento.
Miró una foto de ella y su abuela que tenía en las manos.
─Soy una inútil, una idiota, una estúpida… ─susurró enfadada consigo misma.
Me quedé mirándola sorprendida. Eso no era verdad, y en el fondo ella lo sabía. Solamente estaba confusa y triste por la pérdida de su abuela Ángela.
Se volvió a tumbar en la cama, dándome la espalda una vez más.
─Por favor, déjame sola. Quiero hablar contigo cuando esté contenta, tranquila… Necesito pensar en muchas cosas.
─Pero… ─articulé yo.
─Voy a acabar explotando y arruinando nuestra amistad. Y sabes que ninguna de las dos quiere eso ─afirmó con convicción, aunque en volumen bastante bajo─. Quiero estar sola.
El tono de su voz dolido y cortante me obligó a volver a mi parte del cuarto sin decir ni una palabra. Cogí todas mis cosas tranquilamente y las metí en una bolsa de tela que tenía colgada de mi perchero. Me puse mi abrigo marrón y mis guantes negros, abrí la puerta y me fui. En cuanto salí del cuarto y cerré la puerta, me encontré frente a Carmen.
─¡Hombre, María…! ¿Ya nos vamos?
Asentí ligeramente.
─Hija, ¿estás bien? ─preguntó preocupada, al darse cuenta de que yo estaba un tanto alicaída y cabizbaja.
─Sí, sí… Es sólo que voy a echar de menos al hospital… Y a ti… ─mentí piadosamente.
Aunque esa no fuera la razón principal por la que me encontraba triste, eso también era verdad, al final. No podía estar siempre triste, pensando en problemas de la vida, como la tristeza que sentía Raquel. Y sí que iba a echar en falta a esa enfermera tan considerada y simpática. Y ya me había acostumbrado al hospital, a mi habitación, a estar con Raquel, con Javi, con Carmen…
─Ay, chica, pues eres la primera persona que me dice que va a echar de menos un hospital ─y se rió─. Aunque a veces tengas ese aire triste, en realidad tienes una forma de ver la vida bastante positiva y realista. Parece que eres de esas personas que son felices con lo que tienen, aunque no sea mucho. Eso es muy bueno. No lo pierdas nunca.
Guiñó un ojo.
¿Tendría razón? ¿Yo era feliz y no lo sabía? ¿Cómo podía saberlo? De todos modos, si no era feliz, ser positiva, partiendo algo del realismo, me ayudaría a serlo, ¿no?

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