Capítulo 19: Indagando

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Amaia entró por la puerta, empapada. Su pelo dejaba caer tanta agua como una cascada.
─Hola ─saludó mientras suspiraba, fatigada.
Se quitó su abrigo blanco, que estaba muy mojado también, y lo colgó en el perchero. Su suéter gris de botones estaba seco -gracias al trabajo del abrigo-, a diferencia de sus pantalones acampanados blancos. Ese look le quedaba muy bien; tanto color claro iba a juego con su piel, pero resaltaba notablemente su cabello negro y ojos verdes.
─Pero, Amaia… ─intervine yo, asustada de la pulmonía que se podría haber cogido.
─No te preocupes por mí ─sugirió tranquila─. Hay cosas más importantes en la vida que el resfriado que seguramente me he pillado. Tranquila.
─¿Tienes las cartas? ─pregunté ya más relajada.
Se sentó a mi lado, en mi cama, en silencio. Suspiró.
─Lo siento ─murmuró─. He hecho lo que he podido.
Me tendió unas cartas, alrededor de cuatro, totalmente mojadas. Tenían tierra, barro y hojas.
Las cogí lentamente y las observé sorprendida. No sabía muy bien qué significaban ya esos papeles para mí, no sabía nada.
«Sólo sé que no sé nada». Cité a Sócrates en mi mente. No sabía qué era verdad y qué no, no sabía qué sentía con respecto a nada, al menos en ese momento.
Cogí una de las cartas mojadas y vi que era una de las que había escrito mi madre, para su amado Juan; ponía su nombre en el remitente. Acaricié con cariño lo que quedaba de la tinta que indicaba el nombre y apellidos de mi madre, y se deshizo aún más el papel.
Mientras tanto, mi amiga estaba sentada en una posición que me decía que se sentía avergonzada, culpable de no haber podido hacer más.
La miré compasiva y sonreí serena, pensando en que ella ahora necesitaba más apoyo emocional que yo. Puse mi mano en su hombro, en señal de cariño.
─Gracias ─agradecí.
Me devolvió la sonrisa, pero resultaba forzada; se sentiría mal consigo misma.
─¿Sabes? Hay cosas peores─empecé sonriente, para que viera que no me sentía mal─. El otro día leí en un artículo que los japoneses tienen una tradición que es, cuando tienes un objeto que no te gusta, escribes en él tu nombre y por qué te gustaría que se fuera de tu vida y lo dejas en el árbol más alto que veas por la calle, a ser posible en una zona boscosa.
─¿De dónde lo has sacado? ─murmuró y se rio suavemente, intentando deshacerse del aire triste que tenía en su ser.
─Los japoneses tienen tradiciones y leyendas para todo ─argumenté haciendo caso omiso a su pregunta.
─Eso te lo acabas de inventar.
Sonrió más y ya volvía a parecer estar más como solía ser normalmente.
Le sonreí.
─¿Sabes que ya no me importan estos papeles? ─confesé alegre y decidida─. No puedo tener semejante dependencia emocional de un objeto, que encima ha resultado ser tan efímero.
─Pero lo que te importaba era la historia que venía en ellos, ¿no?
Tenía mucha razón. Me importaba bastante el contenido; el pasado desconocido de mi madre. Pero tenía que aceptar alguna vez que mi felicidad y estado de ánimo no podían depender de cosas tan simples y volátiles como son los objetos.
─Contamina mucho esa espantosa tradición que te acabas de inventar ─prosiguió─. Y ni siquiera es muy bonita que digamos.
─¿Y qué propones?
─Nada. Mejor guarda esas cartas en un cajón y, cuando añores a tu madre o lo que sea, lo abres. Algo así como un secreto.
─No estoy segura de que volver a ver esas cartas me consuele alguna vez.
─Uno nunca sabe ─argumentó sabia─. Mejor no te deshagas de ellas. ¿Quién sabe? Igual más tarde las echas en falta.
─De todos modos no se puede leer nada de lo que dice; han quedado hechas un asco con la lluvia y la suciedad del suelo. ¿Para qué las quiero?
─No sé, pero quizás tienen algún tipo de valor emocional para ti todavía, en alguna parte de ti. Tú sabrás.
─No sirven de mucho, pero igual sí las guardo.
─Quizás cuando se sequen, se puedan leer.
─Depende de la tinta que sea, pero de normal el papel se empieza a deshacer y ya no se entiende nada.
─Pero, María, dime: ¿Quieres saber más sobre lo que ponía en esas cartas?
─Sabes que sí. Una cosa es que me hubiera sentido frustrada por no poder hacer nada al respecto, y otra realmente no querer saber nada de mi madre.
─¿Has encontrado alguna carta más, aparte de estas cuatro, mojadas por completo?
─Carmen encontró ésta ─dije cogiéndola y enseñándosela a mi amiga─. Está intacta.
Ella la cogió con sutileza y la admiró, como si se tratara de una joya de piedras preciosas.
─Creo que ésta no la hemos leído.
─Es una de las que escribió mi madre.
Amaia estornudó y, entonces, la miré de arriba a abajo. Entre tan interesante conversación, había olvidado que ella estaba totalmente mojada. Su pelo negro como la pez, liso y sedoso, seguía dejando caer gotas de agua.
─Deberías irte ya a casa; sigues empapada.
─No, estoy bien ─replicó─. Vamos a leer la carta.
─No, Amaia; vete a casa.
─Ay, María, si me enfermo es mi culpa y ya; yo asumiré las consecuencias en tal caso ─protestó enfadada y cansada─. Leamos la carta. A mí también me intriga, no te creas que sólo tú tienes curiosidad.
En aquel momento me sentí un poco mal, porque indudablemente ella no estaba de humor para recibir órdenes mías; estaba mojada, pasando frío y me había contado cómo fue que se quedó huérfana hacía poco tiempo.
─Lo siento.
─No lo sientas ─respondió en un tono frío y cortante, como invitándome a mantener la boca cerrada. Decidí hacerle caso y no darle más vueltas.
Todos los sobres tenían adherido un sello con un trébol de cuatro hojas, y éste no era una excepción. Lo abrí, obedeciendo a Amaia, pero con una condición:
─Pero prométeme que luego te vas a casa, te duchas y te cambias de ropa.
─¿A qué viene esa sobreprotección?
No le respondí. Tenía miedo de perder a mi amiga, de que se pusiera enferma y se muriera o lo pasara mal. Ya había perdido a muchas personas importantes a lo largo de mi vida, y no quería que volviera a suceder. Pero lo cierto es que estaba exagerando; nadie se muere por un resfriado. Estaba siendo muy terca y sobreprotectora. No era quién para decirle qué hacer, aunque fuéramos amigas. No soy su madre.
Desdoblé el papel que contenía más información sobre el pasado que tanto me intrigaba.
─Lo malo es que no sabemos si esta carta es la tercera. Hemos leído las dos primeras, y, si esta no es la tercera, habrá mucha información de por medio que no habremos visto. Nos faltará contexto para entender todo ─deduje pensativa.
─No te aventures a hacer suposiciones ─sugirió─. Tenemos este papel entre nuestras manos, primero leámoslo.
Vi la fecha de la carta en cuestión. Sábado 13 de febrero. Según recordaba yo, la última carta que habíamos leído databa del tres de febrero. Con suerte, esta sería la tercera. Al fin y al cabo, supuse que los sistemas de cartas tardaban lo suyo, y más en esas épocas.
─Pero si esta carta la ha escrito tu madre, no puede ser la tercera, ¿no? La primera carta era de Juan; la segunda, de tu madre; entonces la tercera debía de ser de Juan, nuevamente ─dedujo la astuta chica.
─Ah, claro…
Leí en voz alta el texto de la carta.

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