05. Desconocidas

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—Un placer. —Rompo el contacto visual a duras penas y le tiendo la mano que no tiene Aida pegada a su cuerpo. —Tú eres Miguel, ¿su novio? —Menciono el adjetivo usado por él mismo hace apenas unos minutos.

—¿Esto es legal? —Le pregunta mientras me mira con cara de asco.

—¿Es legal que la acoses? —Le respondo con una sonrisa cínica.

—Encontraré otro momento para hablar a solas. —Antes de que pueda marcharse suelto a Aida y le agarro del brazo para impedírselo.

—No, no lo creo, como alguno de mis hombres te vea cerca o en el mismo lugar que ella, se encargarán de que no puedas volver a andar. —Mi sonrisa se ensancha aún más. Me acerco con cautela a su oído para poder susurrarle. —Y eso tampoco es legal y no parece importarme.

Retrocedo y obligo a Aida a hacer lo mismo para poder cerrar la puerta. Respiro hondo por lo vigoroso que ha sido todo hace unos segundos. Última vez que hago algo así.

—No tienes hombres siguiéndome, ¿verdad?

—No, no te preocupes, nadie te vigila.

—Gracias. —Vuelve a hacer ese gesto suyo propio del nerviosismo. Con lo que odio que me aparten la mirada cuando estoy hablando.

—No es nada.

Sigo mi camino para volver al gimnasio, todavía me quedan quince kilómetros para mantener mi marca. Aida me sigue hasta la puerta que no ha traspasado nunca.

—Te he dejado tus copias de las llaves en el pasillo de la entrada.

—Cuando me enseñaste la casa, esta parte no quisiste decirme que estaba.

—Antes era una estancia con goteras, estructuras en mal estado y mal olor. Por lo que en el tour no me lo enseñaron, simplemente hicieron mención de un sótano.

—Esto está genial, me encanta hacer ejercicio. ¡Un saco de boxeo! —Cambia de tema y se dirige directamente hacia el saco y empieza a pegarle horrible.

—Te vas a hacer daño en las manos si no llevas guantes. Espérate.

Me voy al armario que hay en un lado de la habitación y saco las vendas y los guantes para la ocasión. Me vuelvo a acercar a ella aunque no la veo muy receptiva, diría que casi cohibida.

—Dame una mano.

Extiende una de las manos esperando a que la venda rodee sus nudillos. Por otro lado, sus ojos están puestos en los míos con la misma intensidad con la que lo hizo en la puerta. Se podría decir que tiene una mirada demasiado... abrasadora.

El roce de mis manos con la suya provoca que muerda su labio inferior y aparte la mirada hacia un lado, otra vez. Vuelve a estar avergonzada y yo vuelvo a no saber el porqué.

—¿Te interesa el boxeo?

—Siempre he querido pero nunca he podido practicarlo. —Sus ojos siguen clavados en la nada.

—Parece que estás de suerte. Puedo enseñarte.

—¿Lo harías enserio? —Su mirada cargada de emoción me atraviesa de repente. La felicidad que tiene podría contagiar a cualquiera.

—Sí, pero no hoy. Pega al saco todo lo que quieras, tengo que terminar de correr.

Me subo a la cinta y reanudo el ejercicio que estaba haciendo antes de la interrupción. A pesar de estar de espaldas al saco de boxeo, en el espejo puedo ver reflejado todo lo que hace sin que se de cuenta, que es básicamente nada porque no para de mirar a los lados con vergüenza.

Quererte en silencio Donde viven las historias. Descúbrelo ahora