Capítulo veintitrés

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Hera

Antes de dirigirme a la organización, decidí enviar mi regalo a Sebastián a través de uno de mis hombres de confianza. Al llegar, después de un largo período de ausencia, sentí el peso de las miradas de mis colegas, quienes reconocieron mi presencia. Siempre he preferido la soledad a la multitud, y mi regreso a este lugar lleno de personas no era precisamente una bienvenida que ansiara. Si a algo he estado acostumbrada, es a trabajar por mi cuenta.

Le indiqué a Ruffat que me llevara a su lugar de trabajo. Mi mente calculadora estaba en pleno funcionamiento. La traición de uno de los hijos de Juliet no podía pasarse por alto, por más que su amor de madre se convirtiera en una barrera. Aunque Juliet no correspondió mis sentimientos en su momento, siempre he guardado un aprecio y cariño especial por ella y el mínimo hecho de saber lo que pasó mientras estuve ausente, me hierve la sangre.

En el pequeño espacio de trabajo de Ruffat, una computadora me aguardaba. Con acceso a información privilegiada, empecé a investigar los últimos acontecimientos relacionados con la familia Bennett. Mi atención se centró en Sebastián, quien ahora ostentaba un matrimonio legal con Laia Husman. También encontré información sobre Daila, la bebé cuya adopción por parte de ellos fue recientemente certificada, al igual que un certificado de defunción, con una causa de muerte tan impactante como lo fue la decapitación.

Con astucia y serenidad, comencé a interrogar a Ruffat sobre Sebastián y su familia. Haciendo que creyera que sabía más de lo que revelaba, la puse a prueba, extrayendo la información que necesitaba. Ruffat reveló que todos los hijos de Juliet y Damián se habían sublevado, incluso contra la organización. En medio de la conversación, emergió la sospecha de que Henry, el hijo del medio, podría haber sido el responsable de la muerte de la hija de Sebastián. Esa revelación ató todos los cabos sueltos y confirmó la evidente posibilidad de que Henry hubiera herido a Juliet. Ahora, Henry se había convertido en mi objetivo principal.

Mientras encendía un cigarrillo de camino a mi auto, noté una conmoción en la acera cercana. Una niña de unos siete u ocho años estaba lanzando huevos a los autos, incluyendo el mío. Mis instintos me hicieron pensar en una posible trampa de algún enemigo o ladrón usando a un niño como distracción.

Estuve a punto de desenfundar mi arma cuando una mujer obesa de cabello negro corto apareció, regañando a la niña. Resultó ser una falsa alarma. Negué con la cabeza, recordando cuánto odiaba a los niños por su comportamiento escandaloso, caprichoso y malcriado.

La mujer, avergonzada por la travesura de su hija, se disculpó y se asomó al cristal de mi auto para asegurarse de que no hubiera daños graves. Sin embargo, mi respuesta fue cortante, y le lancé un comentario que la dejó boquiabierta:

—Aún estás a tiempo de corregirla o deshacerte de ella, yo siendo tú me inclinaría más por la segunda opción.

Mi comentario pareció sacar lo peor de esa mujer.

—De haber sabido que era esa clase de persona, ni me hubiera disculpado, es más, habría sido yo misma quien le hubiera arrojado los huevos, pero directamente a la cara—le dio una fuerte patada a la puerta de mi auto, antes de marcharse como si la cosa no fuera con ella.

Observé la puerta con calma, aplastando el cigarrillo entre mis dedos. No me enfadé por la pintura rayada en mi auto nuevo. Más bien, me molestó la provocación y los insultos de esa mujer en un momento tan inoportuno.

«De tal palo tal astilla», pensé, intuyendo que la niña probablemente había aprendido ese comportamiento de su madre.

Subí al auto, tratando de calmarme, respirando hondo para bajar las revoluciones que esa desagradable confrontación había levantado en mí. Conduje unos metros hasta llegar a un semáforo en rojo.

Mientras esperaba, ocurrió algo inesperado. La misma mujer que me había ofendido momentos antes intentó cruzar la calle justo frente a mi auto, junto con su hija. En un acto de pura maldad, pisé el acelerador, ignorando completamente la luz roja del semáforo. La mujer se vio forzada a retroceder rápidamente hacia la acera, cayendo sentada en la cuneta con su niña. Un sentimiento perverso de satisfacción se apoderó de mí mientras reía por haberle cobrado a esa mujer su insulto.

Dulce Veneno 3 (EN PAUSA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora