Capítulo treinta y ocho

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—¿Qué dices? ¿Separarnos? ¿Por qué?

—Iré a hablar con Hera.

—¿Vas a ignorar mis preguntas? Eres un completo cobarde, Damián. ¿Cómo puedes siquiera pensar a estas alturas en un divorcio?

—No voy a discutir delante de mi hijo y su esposa. Luego tendremos tiempo de dialogar al respecto.

Decidí marcharme. Incluso en estas circunstancias estoy huyendo como un cobarde.

—¿Por qué estabas allí con ellos? —le cuestioné a Hera.

—Me temo que esa respuesta no te la puedo brindar.

—Bien, entonces, ¿viste algo que debas decirme? ¿Quién les hizo esto?

—Tony estaba presente, supongo que por órdenes de tu hijo Henry.

—Lo supuse. Necesito que hagas un último trabajo para mí…

—¿Vivo o muerto?

—Vivo.

—Yo puedo encargarme. No tienes que…

—No, esto es algo que debo hacer por mi cuenta. Si no voy personalmente a buscarlo, es porque quiero estar aquí cuando ellos despierten. Esto es algo que se lo debo a mi hijo, a su esposa y a mi nieta.

—Si ya los has decidido, está bien.

—Atiende tus heridas primero.

—No te preocupes, no son nada.

—Estoy en deuda contigo. Les salvaste la vida.

—¿A qué costo? Quizá si no hubiera intervenido, las cosas no se hubieran salido de control y ellos habrían salido ilesos. Conociendo a Sebastián, habría salido de allí de inmediato, pero yo los retuve por mi imprudencia. Aaron no logró detectar la presencia de alguien más a tiempo. Pienso que tantos olores en un sitio cerrado lo confundieron.

—Lo importante es que siguen con vida y ya están fuera de peligro.

Laia

El dolor me despertó de un profundo letargo. Mi cuerpo entero parecía un campo de batalla dolorido y mi cabeza latía con fuerza. La vista borrosa se aclaró gradualmente, revelando una habitación blanca y estéril. Los murmullos suaves de las máquinas médicas llenaban el aire.

Juliet estaba a mi lado en un abrir y cerrar de ojos, su rostro reflejaba preocupación. Intenté hablar, pero mi garganta estaba áspera y seca.

—¿Sebastián? —fue lo único que pude balbucear, mi voz apenas un susurro.

Juliet tomó mi mano con suavidad y me miró con ternura, pero había tristeza en sus ojos.

—Está a tu lado, princesa.

Cuando intenté girar mi cuerpo hacia donde él, un agudo dolor me atravesó y un gemido involuntario escapó de mis labios.

—No, Laia, no puedes moverte. Debes quedarte quieta. Sebastián está a tu lado y ten por seguro que de ahí no se va a apartar —dijo en voz baja, tratando de calmarme—. No quiero que te lastimes más.

Mi corazón se llenó de angustia, y el dolor físico pareció insignificante en comparación con la preocupación que sentía por él. Quería acercarme, tocarlo, asegurarme de que estaba bien. Pero estaba inmovilizada, atrapada en mi propia debilidad.

Con esfuerzo, estiré mi mano con suavidad hacia donde él. Mi corazón se apretó cuando lo vi, con el brazo derecho enyesado y el rostro marcado por raspones y quemaduras leves. Ladeé la cabeza para examinarlo mejor y un nudo en mi garganta se formó al recordar el momento en que se lanzó sobre mí, protegiéndome de la explosión.

Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras tomaba su bata con delicadeza, sosteniéndola como si fuera la única forma de estar cerca de él en este momento. Sentí un torbellino de emociones recorriendo mi cuerpo. Fue mi culpa por no haber notado los explosivos en el cuerpo de mi padre.

Agradezco a Dios por habernos dado una segunda oportunidad, por mantenernos con vida, por tener a mi esposo a mi lado. No puedo imaginar una vida sin él. Había tenido tanto miedo de perderlo para siempre que ahora, aunque heridos y frágiles, estábamos juntos, y eso era lo único que importaba en este momento de incertidumbre y dolor.

Dulce Veneno 3 (EN PAUSA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora