Capítulo 7

126 11 0
                                    

Bagman y Crouch
✦•···················•✦•···················•✦

Habían llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de magos cansados y de aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.

—Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, agarrando la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenía a su lado. Harriet vio en la caja un periódico viejo, una lata vacía de cerveza y un balón de fútbol pinchado.

—Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Has librado hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos… Nosotros llevamos aquí toda la noche… Será mejor que salga  de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperen… voy a buscar dónde están Weasley… Weasley…

Consultó la lista del pergamino.

—Está a unos cuatrocientos metros en aquella dirección. Es el primer prado al que llegan. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory… segundo prado… Pregunta por el señor Payne.

—Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que lo siguieran.

Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Harriet vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despidieron de los Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada, observando las tiendas. Nada más verlo, Harriet reconoció que era un muggle, probablemente el único que había por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.

—¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.

—Buenos días —respondió el muggle.

—¿Es usted el señor Roberts?

—Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?

—Los Weasley… Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.

—Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?

—Efectivamente —repuso el señor Weasley.

—Entonces ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Roberts.

—¡Ah! Sí, claro… por supuesto… —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harriet para que se acercara—. Ayúdame, Harriet —le susurró, sacando del bolsillo un fajo de billetes muggles y empezando a separarlos—. Éste es de… de… ¿de diez libras? ¡Ah, sí, ya veo el número escrito…! Así que ¿éste es de cinco?

—De veinte —lo corrigió Harriet en voz baja, incómoda porque se daba cuenta de que el señor Roberts estaba pendiente de cada palabra.

—¡Ah, ya, ya…! No sé… Estos papelitos…

—¿Son ustedes extranjeros? —inquirió el señor Roberts en el momento en que el señor Weasley volvió con los billetes correctos.

—¿Extranjeros? —repitió el señor Weasley, perplejo.

—No es el primero que tiene problemas con el dinero —explicó el señor Roberts examinando al señor Weasley—. Hace diez minutos llegaron dos que querían pagarme con unas monedas de oro tan grandes como tapacubos.

—¿De verdad? —exclamó nervioso el señor Weasley.

El señor Roberts rebuscó el cambio en una lata.

—El cámping nunca había estado así de concurrido —dijo de repente, volviendo a observar el campo envuelto en niebla—. Ha habido cientos de reservas. La gente no suele reservar.

—¿De verdad? —repitió tontamente el señor Weasley, tendiendo la mano para recibir el cambio. Pero el señor Roberts no se lo daba.

—Sí —dijo pensativamente el muggle—. Gente de todas partes. Montones de extranjeros. Y no sólo extranjeros. Bichos raros, ¿sabe? Hay un tipo por ahí que lleva falda escocesa y poncho.

—¿Qué tiene de raro? —preguntó el señor Weasley, preocupado.

—Es una especie de… no sé… como una especie de concentración — explicó el señor Roberts—. Parece como si se conocieran todos, como si fuera una gran fiesta. En ese momento, al lado de la puerta principal de la casita del señor Roberts, apareció de la nada un mago que llevaba pantalones bombachos.

—¡Obliviate! —dijo bruscamente apuntando al señor Roberts con la varita.

El señor Roberts desenfocó los ojos al instante, relajó el ceño y un aire de despreocupada ensoñación le transformó el rostro. Harriet reconoció los síntomas de los que sufrían una modificación de la memoria.

—Aquí tiene un plano del campamento —dijo plácidamente el señor Roberts al padre de Ron—, y el cambio.

Harriet Potter: Saga completa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora