REYNA V

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Caer en picado como una bomba sobre un volcán no estaba en la lista de cosas que Reyna quería hacer antes de morir.

La primera vista del sur de Italia la contempló desde el aire a mil quinientos metros de altura. Al oeste, a lo largo de la medialuna del golfo de Nápoles, las luces de ciudades dormidas brillaban en la penumbra previa al amanecer. Trescientos metros por debajo de ella, una caldera de casi dos kilómetros de ancho se abría en lo alto de una montaña y de su centro salía una columna de humo.

La desorientación de Reyna tardó un momento en remitir. Viajar por las sombras le provocaba atontamiento y náuseas, como si la hubieran sacado de las aguas frías del frigidarium y la hubieran metido en la sauna de un baño romano.

Entonces se dio cuenta de que estaba flotando en el aire. La gravedad se impuso, y empezó a caer.

—¡Nico!—gritó.

—¡Por las flautas de Pan!—maldijo Gleeson Hedge.

—¡Ahhh!

Nico agitó los brazos y estuvo a punto de escapar de la mano de Reyna. Ella lo agarró fuerte y sujetó al entrenador Hedge por el cuello de su camiseta cuando empezó a desplomarse. Si se separaban, morirían.

Cayeron en picado hacia el volcán mientras su artículo de equipaje más grande—la Atenea Partenos de doce metros de altura—descendía detrás de ellos, sujeta con una correa al arnés que Nico llevaba a la espalda como un paracaídas de lo más ineficaz.

—¡Eso de ahí abajo es el Vesubio!—gritó Reyna por encima del viento—. ¡Nico, teletranspórtanos fuera de aquí!

Él tenía los ojos desorbitados y desenfocados. Su puntiagudo cabello plateado se agitaba en torno a su cara como una llamarada de luz lunar.

—¡No... no puedo! ¡No tengo fuerzas!

El entrenador Hedge baló.

—¡Noticia de última hora, chico! ¡Las cabras no pueden volar! ¡Sácanos de aquí o nos convertiremos en tortilla de Atenea Partenos!

Reyna trató de pensar. Podía aceptar la muerte si no le quedaba más remedio, pero si la Atenea Partenos se destruía, su misión fracasaría. Y Reyna no podía aceptar eso.

—Nico, viaja por las sombras—ordenó—. Te prestaré mis fuerzas.

Él la miró fijamente sin comprender.

—¿Cómo...?

—¡Hazlo!

Ella le agarró más fuerte la mano. El símbolo de la antorcha y la espada de Belona que tenía en el antebrazo empezó a calentarse hasta provocarle un dolor punzante, como si se lo estuvieran grabando en la piel por primera vez.

Nico dejó escapar un grito ahogado. Su cara recuperó el color. Justo antes de que llegaran a la columna de humo del volcán, se sumieron en las sombras.

El aire se enfrió. Una algarabía de voces que susurraban en mil idiomas distintos sustituyó el sonido del viento. Reyna notaba las entrañas como una gigantesca piragua: sirope frío sobre hielo picado, su postre favorito de niña en Viejo San Juan.

Se preguntó por qué ese recuerdo acudía en ese momento a su mente, cuando estaba al borde de la muerte. Entonces su vista se aclaró. Sus pies pisaron tierra firme.

El viento del este había empezado a remitir. Por un momento Reyna pensó que volvía a estar en la Nueva Roma. Unas columnas dóricas bordeaban un atrio del tamaño del diamante de un campo de béisbol. Delante de ella, un fauno de bronce ocupaba el centro de una fuente decorada con teselas de mosaico.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now