NICO LVII

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Llegaron al primer onagro justo cuando el caos se desató entre la legión.

En el otro extremo de la línea, la Quinta Cohorte prorrumpió en gritos. Los legionarios se dispersaron y soltaron sus pila. Una docena de centauros echaron a correr entre las filas gritando y agitando sus cachiporras, seguidos de una horda de hombres de dos cabezas que golpeaban tapaderas de cubos de basura.

—¿Qué pasa allí abajo?—preguntó Lou Ellen.

—Esa es mi distracción—dijo Nico—. Vamos.

Todos los centinelas se habían agrupado en el lado derecho del onagro, tratando de ver lo que pasaba en las filas, lo que dejó vía libre a Nico y sus compañeros en el lado izquierdo. Pasaron a escasa distancia del romano más cercano, pero el legionario no reparó en su presencia. La magia de la Niebla de Lou Ellen parecía estar dando resultado.

Saltaron por encima de la trinchera con pinchos y llegaron a la máquina.

—He traído fuego griego—susurró Cecil.

—No—repuso Nico—. Si los daños son demasiado evidentes, no llegaremos a tiempo a los otros. ¿Puedes recalibrar la puntería para que se desvíe a la línea de fuego de los otros onagros?

Cecil sonrió.

—Me gusta tu forma de pensar. Me han enviado a esta misión porque soy genial estropeando cosas.

Se puso manos a la obra mientras Nico y los otros montaban guardia.

Mientras tanto, la Quinta Cohorte se peleaba con los hombres de dos cabezas. La Cuarta Cohorte intervino para ayudarlos. Las otras tres cohortes mantuvieron sus posiciones, pero a los oficiales les estaba costando mantener el orden.

—Ya está—anunció Cecil—. Vámonos.

Atravesaron la ladera hacia el siguiente onagro.

Esa vez la Niebla no funcionó tan bien. Uno de los centinelas del onagro gritó:

—¡Eh!

—Yo me ocupo.

Will echó a correr (probablemente la distracción más absurda que Nico podía imaginar), y seis centinelas lo persiguieron.

Los otros romanos avanzaron hacia Nico, pero Lou Ellen apareció de entre la Niebla y gritó:

—¡Eh, coged esto!

Lanzó una bola blanca del tamaño de una manzana. El romano del centro la cogió instintivamente. Una esfera de polvo de seis metros explotó hacia fuera. Cuando el polvo se asentó, los seis romanos eran unos chillones cerditos rosa.

—Buen trabajo—dijo Nico.

Lou Ellen se sonrojó.

—Pues es la única bola de cerditos que tengo, así que no me pidas que lo repita.

—Ejem—Cecil señaló con el dedo—, será mejor que alguien ayude a Will.

A pesar de las armaduras que llevaban, los romanos estaban empezando a alcanzar a Solace. Nico soltó un juramento y corrió tras ellos.

No quería matar a otros semidioses si podía evitarlo. Afortunadamente, no tuvo necesidad de hacerlo. Puso la zancadilla al último romano, y los otros se volvieron. Nico se introdujo en el grupo, dando puntapiés en espinillas, propinando tortazos con el asta de su lanza y golpeando cascos con el pomo. A los diez segundos, todos los romanos estaban tirados en el suelo gimiendo y aturdidos.

Will le dio un puñetazo en el hombro.

—Gracias por la ayuda. Seis a la vez no está mal.

—¿Que no está mal?—Nico lo fulminó con la mirada—. La próxima vez dejaré que te alcancen, Solace.

—Bah, no me cogerían.

Cecil les hizo señas con la mano desde el onagro, indicándoles que ya había terminado su trabajo.

Todos se dirigieron a la tercera máquina de asedio.

En las filas de la legión seguía cundiendo el caos, pero los oficiales estaban empezando a recuperar el control. La Quinta y la Cuarta Cohorte se reagruparon mientras la Segunda y la Tercera ejercían de policía antidisturbios, empujando a los centauros, los cynocephali y los hombres de dos cabezas a sus respectivos campamentos. La Primera Cohorte era la que estaba más cerca del onagro, demasiado para el gusto de Nico, pero parecían absortos en un par de oficiales que desfilaban delante de ellos gritando órdenes.

Nico esperaba que pudieran acercarse sigilosamente a la tercera máquina de asedio. Si desviaban un onagro más, podrían tener una posibilidad de vencer.

Desgraciadamente, los centinelas los vieron a veinte metros de distancia.

—¡Allí!—gritó uno.

Lou Ellen soltó un juramento.

—Están esperando un ataque. La Niebla no funciona bien contra los enemigos atentos. ¿Huimos?

—No—contestó Nico—. Démosles lo que esperan.

Extendió las manos. Delante de los romanos, el suelo entró en erupción. Cinco esqueletos salieron de la tierra. Cecil y Lou Ellen corrieron a ayudarlos. Nico trató de seguirles, pero se habría caído de bruces si Will no lo hubiera cogido.

—Idiota—Will lo rodeó con el brazo—. Te dije que nada de magia del inframundo.

—Estoy bien.

—Cállate. No lo estás.

Will sacó un paquete de chicles de su bolsillo.

Nico tenía ganas de apartarse. Detestaba el contacto físico. Pero Will era mucho más fuerte de lo que parecía. Nico se encontró apoyado en él, dependiendo de su sostén.

—Coge uno—dijo Will.

—¿Quieres que mastique chicle?

—Es medicinal. Debería mantenerte con vida y despierto durante unas horas más.

Nico se metió un chicle en la boca.

—Sabe a alquitrán y tierra.

—Deja de quejarte.

—Eh—Cecil se acercó cojeando, con aspecto de haberse hecho daño en un músculo—. Os habéis perdido casi toda la pelea.

Lou Ellen le siguió, sonriendo. Detrás de ellos, todos los centinelas romanos estaban enredados en una extraña mezcla de cuerdas y huesos.

—Gracias por los esqueletos—dijo—. Un truco genial.

—Que no va a volver a hacer—añadió Will.

Nico se dio cuenta de que seguía apoyado en Will. Lo apartó de un empujón y se sostuvo por su propio pie.

—Haré lo que tenga que hacer.

Will puso los ojos en blanco.

—Muy bien, Chico de la Muerte. Si quieres acabar muerto...

—¡No me llames Chico de la Muerte!

Lou Ellen carraspeó.

—Ejem, chicos...

—¡SOLTAD LAS ARMAS!

Nico se volvió. La refriega junto al tercer onagro no había pasado desapercibida.

La Primera Cohorte al completo avanzaba hacia ellos, con las lanzas en horizontal y los escudos trabados. Delante de ellos marchaba Octavio, con la túnica morada sobre la armadura, joyas de oro imperial brillando en el cuello y en los brazos, y una corona de laurel en la cabeza como si ya hubiera ganado la batalla. A su lado estaba el portaestandarte de la legión, Jacob, sosteniendo el águila dorada, y seis enormes cynocephali enseñando sus dientes caninos, con unas espadas de brillante color rojo.

—Vaya, saboteadores graeci—gruñó Octavio, volviéndose hacia sus guerreros con cabeza de perro—. Descuartizadlos.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now