REYNA XXIII

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Una de las respuestas a sus muchas interrogantes le vino a la mente antes de estar del todo consciente.

Las iniciales del letrero del Barrachina: HDM.

—No tiene gracia—murmuró Reyna para sus adentros—. No tiene ninguna gracia.

Hacía años Lupa le había enseñado a tener el sueño ligero, despertarse alerta y estar lista para atacar. Cuando volvió en sí, evaluó la situación.

El saco de tela seguía tapándole la cabeza, pero ya no parecía estar ceñido alrededor del cuello. Estaba atada a una silla dura: de madera, según su tacto. Unas cuerdas le apretaban las costillas. Tenía las manos atadas por detrás, pero sus piernas estaban libres a la altura de los tobillos.

O sus secuestradores eran descuidados o no habían contado con que despertase tan rápido.

Retorció los dedos de las manos y los pies. No sabía qué tranquilizante habían usado, pero el efecto se había pasado.

En algún lugar delante de ella resonaron pisadas por un pasillo. El sonido se aproximó. Reyna relajó los músculos. Apoyó la barbilla contra el pecho.

Una cerradura hizo clic. Una puerta se abrió chirriando. A juzgar por la acústica, Reyna estaba en una pequeña habitación con paredes de ladrillo u hormigón: tal vez un sótano o una celda. Una persona entró en la habitación.

Reyna calculó la distancia. No más de un metro y medio.

Se levantó y se giró de forma que las patas de la silla dieron contra el cuerpo de su captor. La silla se rompió de la presión. El secuestrador se cayó gruñendo de dolor.

Gritos procedentes del pasillo. Más pisadas.

Reyna se sacudió el saco de la cabeza. Dio una voltereta hacia atrás y metió sus manos atadas por debajo de las piernas, de forma que los brazos le quedasen por delante. Su secuestradora, una chica vestida de camuflaje gris, yacía aturdida en el suelo; llevaba un cuchillo en el cinturón.

Reyna cogió el cuchillo y se sentó a horcajadas encima de ella pegando la hoja del arma contra la garganta de la secuestradora.

Tres chicas más se apiñaron en la puerta. Dos desenvainaron cuchillos. La tercera colocó una flecha en su arco.

Por un momento, todas se quedaron inmóviles.

La carótida de la rehén de Reyna palpitaba bajo la hoja del cuchillo. La chica tuvo la prudencia de no hacer ningún intento por moverse.

Reyna pensó posibles formas de vencer a las tres de la puerta. Todas llevaban camisetas de camuflaje gris, vaqueros negros descoloridos, calzado de deporte negro y cinturones multiusos, como si se fueran de camping o de excursión... o de caza.

—Las cazadoras de Artemisa—comprendió Reyna.

—No te pongas nerviosa—dijo la chica del arco. Llevaba el cabello pelirrojo rasurado por los lados y largo por la parte de arriba. Tenía la figura de una luchadora profesional—. Te has llevado una falsa impresión.

La chica del suelo espiró, pero Reyna conocía ese truco para hacer que un enemigo apretase con menos fuerza. Reyna pegó más el cuchillo a la garganta de la chica.

—Vosotras sí que os habéis llevado una falsa impresión—dijo Reyna— si creéis que podéis atacarme y hacerme prisionera. ¿Dónde están mis amigos?

—Desarmados, en el mismo sitio donde los dejaste—aseguró la chica pelirroja—. Oye, somos tres contra una y tienes las manos atadas.

—Sí, tienes razón—gruñó Reyna—. Si traes a otras seis, puede que sea una pelea equitativa. Exijo ver a vuestra teniente, Thalia Grace.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now