GIGANTOMAQUIA XLIX

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El cielo se abrió, y los dioses descendieron.

Los dioses del Olimpo bajaron de entre las nubes en sus carros de combate, al son de las trompetas, armados con espadas llameantes. Y Zeus, el rey de los dioses, dirigió el ataque mientras reía con sonoras y macabras carcajadas.

Las nubes se separaron sobre la Acrópolis, y en lugar del cielo azul, había un espacio negro tachonado de estrellas y los palacios del Monte Olimpo emitiendo destellos plateados y dorados al fondo. Y un ejército de dioses descendieron de lo alto.

Era demasiado para asimilarlo. Y probablemente fuera mejor para la salud no verlo todo. No sería hasta más tarde que Jason podría comenzar a recordar fragmentos aislados.

Estaba el descomunal Zeus... y era distinto a como Jason jamás lo imaginó: era un anciano encorvado, arrugado y repugnante, con una enorme sonrisa falta de dientes y cuencas negras donde deberían estar sus ojos. Un único mechón de cabello gris hondeaba en su cabeza y vestía sólo con un harapiento quitón griego manchado en sangre. Pero, igualmente, era enorme, una gigantesca masa de grotescos músculos que emanaba poder como ningún ser que Jason jamás hubiese visto. Tiraban de su carro cuatro caballos hechos de viento, que cambiaban continuamente de forma equina a humana, tratando de liberarse. Por un instante, uno adoptó el semblante gélido de Bóreas. Otro llevaba la corona de fuego y humo de Noto. Un tercero lucía la perezosa sonrisa de suficiencia de Céfiro. Zeus había atado y enjaezado a los mismísimos cuatro dioses de los vientos.

En el flanco izquierdo de Zeus iba Hera, cuyo carro estaba tirado por enormes pavos reales, con un plumaje multicolor tan vivo que Jason se mareó al mirarlos.

Ares rugía mientras descendía a lomos de un caballo que escupía fuego. Su espada emitía un brillo rojo.

En el último segundo, antes de que los dioses llegaran al Partenón, parecieron desplazarse, como si hubieran saltado por el hiperespacio. Los carros desaparecieron. De repente Jason y sus amigos se vieron rodeados de los dioses del Olimpo, que entonces tenían tamaño humano, diminutos al lado de los gigantes, pero rebosantes de poder.

—Así que el desafío ha sido lanzado según estipulan las leyes de la Constitución del Valhalla—murmuró el anciano Zeus—. No es la ruta que esperaba tomar...—lanzó una mirada asesina en dirección a Hera—. Pero la ley es la ley. El día de hoy... la Gigantomaquia... ¡¡QUEDA INAUGURADA!!

El dios golpeó el suelo con tal potencia que un enorme cráter se formó a su alrededor.

Porfirion le miraba con aire distante, receloso, luchando por controlar su ira y no dar rienda suelta a sus emociones. Golpeó el suelo una vez con su espada antes de envainarla y cruzarse de brazos.

—Siete combates—bramó—. Uno por cada uno de sus héroes.

Uno de los gigantes a sus espaldas sonrió con regocijo.

—¿No serían seis, entonces?

El resto de monstruos estallaron en carcajadas. Piper y Jason tuvieron que sostener a Percy para evitar que este se lanzase sobre ellos. Una solitaria lágrima se derramó sobre el rostro del joven rey.

—¡Son siete los héroes que los desafían el día de hoy, gigante!—tronó una nueva voz.

La multitud de monstruos se abrió presas de un repentino pánico, conforme una imponente figura se abría paso hacia el centro de aquel corro de cuerpos.

—¡Hércules!—sonrió Piper.

El dios de la justicia le devolvió el gesto.

—Les dije que vendría, ¿no es así?

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now