LEO XXXVII

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—Un trato—los dedos de Leo se crisparon—. Sí. Por supuesto.

Sus manos se pusieron a trabajar antes de que su mente supiera qué estaba haciendo. Empezó a sacar cosas de los bolsillos de su cinturón portaherramientas: hilo de cobre, unos tornillos, un embudo de latón. Durante meses había estado guardando piezas de maquinaria porque nunca sabía lo que podía necesitar. Y cuanto más usaba el cinturón, más intuitivo se volvía. Metía la mano y los objetos adecuados simplemente aparecían.

—Así que lo que pasa—dijo Leo mientras sus manos retorcían hilo de cobre—es que Zeus está cabreado con usted, ¿no? Si nos ayudase a vencer a Gaia, podría ganarse su favor.

Apolo arrugó la nariz.

—Supongo que es posible. Pero sería más fácil aniquilaros.

—¿Qué balada compondría con eso?—las manos de Leo trabajaban frenéticamente, conectando palancas y acoplando el embudo metálico a un eje de engranaje—. Usted es el dios de la música, ¿verdad? ¿Escucharía una canción titulada "Apolo aniquila a un semidiós canijo"? Yo, no. Pero "Apolo vence a la Madre Tierra y salva el universo"... ¡Eso suena a número uno en las listas!

Apolo le miró despectivo.

—No sé qué clase de imagen mental tengas sobre mí, mestizo, pero te aseguro que si lo que buscas es librarte del castigo divino, no vas por el buen camino.

Leo retrocedió levemente, tragando saliva con dificultad.

—Claro... lo siento—trató de hacer trabajar su cerebro, pero ninguna idea le terminaba de agradar. ¿Por qué no podía contar uno o dos chistes, construir algo genial y librarse del problema como usualmente hacía?—. ¿Qué puedo tener yo que le sirva como moneda de cambio?

Los ojos del dios sol refulgieron por un instante.

—Esa es la pregunta correcta, y para responderte te daré otra cosa en qué pensar: ¿quién eres tú, Leo Valdez?

La pregunta tomó a Leo por sorpresa.

—¿Quién soy yo?—repitió—. Yo sólo soy... yo, el buen Leo.

—¿Y es eso acaso todo lo que eres? ¿No hay nada más que carbón quemado en tu interior?

Las palabras del dios recorrieron el cuerpo de Leo como un escalofrío. ¿Quién era él? La pregunta le inquietaba, le irritaba. Se sentía interrogado, acosado en busca de respuestas que él mismo no conocía.

O, quizá, sí que conocía, pero simplemente no quería, no podía, aceptar la respuesta.

Los ojos dorados de Apolo se plantaron sobre él, como si le estuviese mirando directamente a través del alma. Tan brillante, tan cegador que el resto del mundo perdía su consistencia.

—Yo soy Leo Valdez—repitió el hijo de Hefesto—. Un chico de Texas con familia mexicana que no tiene ni la menor idea de quién es o quién se supone que debería ser, pero que no tiene tiempo para descubrirlo porque está literalmente del otro lado del planeta sin la menor idea de qué hacer o cómo hacerlo, solo, fuera de lugar entre sus compañeros y con un serio complejo de inferioridad que oculta tras ingeniosas bromas. Y al final, quizá nada de eso importe para el final de la semana porque no tengo idea de si voy a sobrevivir lo suficiente para llegar a entender la mitad de cosas que suceden a mi alrededor. ¿Estás feliz con eso?

El severo rostro de Apolo se suavizó lentamente, conforme una sonrisa tiraba de sus labios.

—Hermoso...—murmuró.

Leo parpadeó dos veces.

—¿Eh?

El dios sol extendió ambos brazos y alzó la cabeza.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now