—¡Yo no me movería, pretor!
Orión estaba sobre la superficie del agua, a quince metros a estribor, con una flecha preparada en su ballesta.
A través de la bruma de la ira y la pena, Reyna se fijó en las nuevas cicatrices del gigante. Su enfrentamiento con las cazadoras le había dejado la piel de los brazos y la cara llena de manchas grises y rosadas, de modo que parecía un melocotón magullado en proceso de putrefacción. El ojo mecánico de su lado izquierdo estaba apagado. El pelo se le había quemado, y sólo le quedaban mechones irregulares. Tenía la nariz hinchada y roja a causa del golpe que Nico le había dado con la cuerda de su arco. Todo ello le provocó a Reyna una siniestra satisfacción.
Lamentablemente, el gigante seguía teniendo una sonrisa de suficiencia.
A los pies de Reyna, el temporizador de la flecha rezaba: 4.42.
—Las flechas explosivas son muy delicadas—dijo Orión—. Una vez que se clavan, el más mínimo movimiento las hace estallar. No me gustaría perderme los últimos cuatro minutos de tu vida.
Los sentidos de Reyna se aguzaron. Los pegasos corrían nerviosamente alrededor de la Atenea Partenos, haciendo ruido con los cascos. Estaba empezando a amanecer. El viento de la orilla llevaba un leve aroma a fresas. Tumbado a su lado en la cubierta, Blackjack resollaba y temblaba, vivo todavía, pero gravemente herido.
El corazón le latía tan fuerte a Reyna que pensó que iban a estallarle los tímpanos. Transmitió su fuerza a Blackjack, tratando de mantenerlo con vida. No pensaba dejarlo morir.
Tenía ganas de gritar improperios al gigante, pero sus primeras palabras fueron sorprendentemente tranquilas.
—¿Y mi hermana?
Los dientes blancos de Orión brillaron en su rostro destrozado.
—¿Por qué no le preguntas por ti misma?
Orión desenganchó algo de su cinturón y lo arrojó sin ceremonia alguna hacia el bote en donde ella se encontraba. Un negro presentimiento rasgó el corazón de la temible guerrera. Reyna sintió un dolor punzante por lo tenebroso de sus pensamientos. No se atreverían los gigantes a tanto. ¿O sí?
Por primera vez desde que empezara sus luchas en aquella guerra, Reyna se quedó petrificada. No se había sentido así de impotente desde la muerte de su padre hacía tantos años en San Juan.
Se fue aproximando despacio. Primero unos pasos. Luego se detenía. Daba un paso más y volvía a detenerse. Cuando apenas estaba a diez pasos del proyectil se hizo visible lo que parecía ser una manta vieja teñida de rojo de forma irregular, como a manchas. Una amplia pieza de tela que cubría algo... algo que la aterrorizaba.
Reyna buscó la mirada de Orión, éste se regocijaba en su dolor, se divertía y sonreía sin hacer esfuerzo alguno por contenerse. Reyna tragó saliva. Sus peores presagios parecían cobrar vida, pero no lo dudó y avanzó un paso, dos, tres, cuatro, cinco, seis, se frotó el rostro con el dorso de la mano derecha, siete, se restregó el ojo derecho con el dorso de la otra mano, ocho, inspiró aire, nueve, empezó a agacharse, diez, se arrodilló, tomó la manta y empezó a descubrir aquello que tanto pavor le había causado.
Con la pesada lentitud del que se sabe curtido por el sufrimiento decidió encarar con decisión aquel horror. Debajo de un pliegue había otro y luego otro, así que al final, tiró con fuerza de la manta para terminar con la tortura de la incertidumbre y, girando, como una piedra redonda, rodó por el suelo la cabeza cortada de una joven, dando dos, tres, hasta cuatro vueltas y quedar con la faz hacia el cielo, un rostro herido, molido a golpes de fuerza sobrehumana y podrido por los días de viaje desde el sur, pero pese a las facciones desfiguradas y el rictus hierático de aquella cara, ante sí Reyna reconoció, con la infinita paciencia del que se sabe dispuesto a sufrir más allá de lo imaginable, el rostro de su amada hermana Hylla.
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GIGANTOMAQUIA: La Sangre del Olimpo
FanfictionLos viajes terminan, los imperios caen, las vidas se extinguen. El tiempo todo lo consume, incluso a los mismos dioses. La guerra contra los gigantes ha alcanzado un punto crítico, los semidioses griegos y romanos se ven incapaces de la reconciliaci...