PIPER XLIV

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El padre de Piper solía decir que estar en un aeropuerto no cuenta como visita a una ciudad. Piper opinaba lo mismo sobre las cloacas.

Desde el puerto hasta la Acrópolis, no vio nada de Atenas salvo túneles oscuros y hediondos. Los hombres serpiente les hicieron pasar por una rejilla de desagüe que conectaba directamente con su guarida subterránea, que olía a pescado podrido, moho y piel de serpiente.

El ambiente hacía difícil cantar sobre el verano, el algodón y la vida regalada, pero Piper aguantó. Si se detenía más de un minuto o dos, Cécrope y sus escoltas empezaban a sisear y ponían cara de enfado. Se centró en entonar viejas nanas de Mamá Oca en su lugar, era más sencillo cantar sobre el Puente de Londres cayéndose a pedazos.

—No soporto este lugar—gruñó Percy—. Me recuerda a las catacumbas bajo Roma.

Cécrope se rió siseando.

—Nuestro territorio es mucho más antiguo. Muchísimo más.

Piper deslizó su mano en la de Jason, cosa que pareció desanimar a Percy. El chico apretaba los puños con fiereza, aferrado a la nueva lanza que Leo le había fabricado como si su vida dependiese de ello. Aunque no lo decían en voz alta, tanto Jason como Piper habían compartido entre ellos cierta preocupación por el hijo de Poseidón. Se le notaba tan desesperado, tan fuera de sí, resuelto a destruir a Gaia a costa de su propia vida. Ambos temían por la vida de Percy, no porque a este le faltase poder, sino porque parecía buscar activamente la muerte.

La voz de Piper resonaba por los túneles. A medida que se adentraban en la guarida, más hombres serpiente se reunían para escucharla. Pronto había una procesión detrás de ellos: docenas de gemini que los seguían balanceándose y deslizándose.

Piper había cumplido la predicción de su abuelo. Había aprendido la canción de las serpientes, que resultó ser una playlist que incluía temas de George Gerswhin de 1935 y nanas infantiles de hacía siglos. De momento incluso había impedido que el rey serpiente la mordiera, como en el antiguo cuento cherokee. El único problema de esa leyenda era que el guerrero que aprendía esa canción tenía que sacrificar a su esposa a cambio de poder. Piper no quería sacrificar a nadie.

El frasco con la cura del médico seguía envuelto en la gamuza y guardado en la riñonera. No le había dado tiempo a consultarlo con Jason y Leo antes de partir. Tenía que confiar en que todos estuvieran reunidos en la cumbre antes de que alguien necesitara la cura. Si uno de ellos moría y ella no podía alcanzarlos...

"Sigue cantando"—se dijo.

Pasaron por toscas estancias de piedra sembradas de huesos. Subieron por pendientes tan empinadas y resbaladizas que era casi imposible mantener el equilibrio. En un momento determinado pasaron por una cálida cueva, del tamaño de un gimnasio, llena de huevos de serpiente cuya parte superior estaba cubierta de una capa de filamentos plateados como guirnaldas de Navidad viscosas.

Más y más hombres serpiente se unían a su procesión. Deslizándose detrás de ella, sonaban como un ejército de jugadores de fútbol americano arrastrando los pies con papel de lija en la suela de sus botas.

Piper se preguntaba cuántos gemini vivían allí abajo. Cientos, tal vez miles.

Le pareció oír los latidos de su propio corazón resonando por los pasadizos, aumentando de volumen conforme más se adentraban en la guarida. Entonces cayó en la cuenta de que el persistente "bum, ba, bum" se oía por todas partes, retumbando a través de la piedra y el aire.

Estoy despertando. Una voz de mujer, clara como el canto de Piper.

Percy se quedó paralizado.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now