REYNA XXV

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Reyna alargó la mano para desenvainar su espada... y se dio cuenta de que no la tenía.

—¡Fuera de aquí!

Phoebe preparó su arco.

Celyn y Naomi corrieron a la puerta humeante, pero unas flechas negras las fulminaron.

Phoebe gritó airada. Devolvió el fuego mientras las amazonas avanzaban a toda velocidad con escudos y espadas.

—¡Reyna!—Hylla le tiró del brazo—. ¡Debemos irnos!

—No podemos...

—¡Mis guardias te harán ganar tiempo!—gritó Hylla—. ¡Tu misión debe tener éxito!

A Reyna le dolió, pero corrió detrás de Hylla.

Llegaron a la puerta lateral, y Reyna miró atrás. Docenas de lobos (grises, como los de Portugal) entraron en tropel en el almacén. En la puerta llena de humo se amontonaban los cuerpos de las caídas: Celyn, Naomi y Phoebe. La cazadora pelirroja que había vivido miles de años yacía inmóvil, con los ojos muy abiertos de la impresión y una enorme flecha negra y roja clavada en la barriga. La amazona Kinzie arremetió; sus largos cuchillos lanzaban destellos. Saltó por encima de los cuerpos y se adentró en el humo.

Hylla metió a Reyna en el pasillo y corrieron una al lado de la otra.

—¡Morirán todas!—gritó Reyna—. Debe de haber algo...

—¡No seas tonta, hermana!—a Hylla le brillaban los ojos de las lágrimas—. Orión ha sido más listo que nosotras. Ha convertido la emboscada en una masacre. Lo único que podemos hacer ahora es retenerlo mientras tú escapas. ¡Debes llevar esa estatua a los griegos y vencer a Gaia!

Hizo subir a Reyna por una escalera. Recorrieron un laberinto de pasillos y luego doblaron una esquina y entraron en un vestuario. Se encontraron cara a cara con un gran lobo gris, pero, antes de que la bestia pudiera gruñir siquiera, Hylla le dio un puñetazo entre los ojos. El lobo se desplomó.

—Por aquí—Hylla corrió a la hilera de taquillas más próxima—. Tus armas están dentro. Deprisa.

Reyna tomó el cuchillo, la espada y la mochila. A continuación siguió a su hermana por una escalera circular metálica.

La planta superior terminaba en el techo. Hylla se volvió y le lanzó una mirada severa.

—No tengo tiempo para explicarte esto, ¿vale? No flaquees. No te separes.

Reyna se preguntó qué podía haber peor que la escena que acababan de dejar atrás. Hylla abrió la trampilla y subieron por ella... a su antiguo hogar.

La gran sala estaba exactamente como Reyna la recordaba. Unos tragaluces opacos brillaban en el techo de seis metros de altura. Las austeras paredes blancas carecían de decoración. Los muebles eran de roble, acero y cuero blanco: impersonales y masculinos. A ambos lados de la sala sobresalían unas terrazas que siempre habían hecho sentirse observada a Reyna (y es que a menudo la observaban).

Su padre había hecho todo lo posible por que la hacienda con siglos de antigüedad pareciera una casa moderna. Había instalado tragaluces y lo había pintado todo de blanco para hacerla más luminosa y más amplia. Pero sólo había conseguido que la vivienda pareciera un cadáver acicalado con un traje nuevo.

La trampilla había conducido a la enorme chimenea. Reyna nunca había entendido por qué tenían una chimenea en Puerto Rico, pero ella y Hylla fingían que era un escondite secreto donde su padre no podía encontrarlas. Se imaginaban que entrando allí podían ir a otros sitios.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now