LEO X

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—Una decisión inteligente, elegir el aire acondicionado—dijo Percy.

Él y Leo habían acabado de registrar el museo y se disponían a salir para esperar a que Frank y Hazel terminasen de explorar las ruinas.

Percy se situó entonces justo frente a una estatua del dios supremo Zeus y parecía que rezaba, pero de pronto desenvainó su espada y arremetió con ella contra las representaciones de mármol y arcilla de Zeus, Poseidón, Atenea y los dioses griegos y contra todas y cada una de aquellas imágenes desató su furia contenida durante días y semanas, destrozando con golpes certeros cada uno de aquellos dioses, cortando las cabezas de cada imagen, partiéndolas por el costado dejando a su alrededor un enjambre de destrucción y rencor como nunca antes había contemplado Leo por lo que aquellos golpes representaban.

El hijo de Hefesto que todo lo observaba no era especialmente devoto a aquellos molestos dioses que constantemente le importunaban, pero de ahí a destrozar las imágenes de los dioses en un claro acto de sacrilegio había un enorme espacio que él nunca se habría atrevido a dar, pero él, claro, no era Perseus. Y aún así. Fue entonces cuando Leo creyó comprender el grado de desesperación absoluta en el que se había hundido Percy. Pero lo peor estaba por llegar.

Percy se dio la vuelta y retornó frente a Leo, quien, estupefacto ante la reciente exhibición de rencor que el joven rey acababa de hacer, le contemplaba con ojos aún perplejos y el ánimo abatido.

—Necesito una nueva lanza. Confío, Leo Valdez, en que puedas hacer una que esté a la medida de mi venganza. ¿Puedo contar contigo?

Percy había hablado con un sosiego frío que helaba la sangre y, nada más terminar, se dio media vuelta, cruzó por entre las estatuas destrozadas y salió del museo. Leo ya no estaba a solas en el lugar. Los guardias de seguridad se habían acercado al escuchar los golpes de la espada de Percy contra las imágenes de los dioses.

—Y-ya... ya estaba así cuando llegué—murmuró.

Leo estaba convencido de que Percy había perdido la razón por completo. No le culpaba. Cualquiera, llevado a las extremas circunstancias en las que se encontraban, terminaría así. Pero el caso es que, para él, que no se había entregado aún a los brazos de la locura, no había más opción que seguir adelante. ¿Qué quería Percy? ¿Una nueva lanza para vengarse de Gaia? Leo podía fabricar una buena arma, llena de trucos y sorpresas, pero no era ninguna clase de herrero divino, no podía golpear metal con un martillo y fabricar una lanza mata-dioses capaz de destrozar a Gaia en cuerpo y espíritu, de devolverle el dolor inflingido y traer de regreso a Annabeth.

Pero la locura no conoce el sentido de sus palabras y dice frases que no se pueden entender. Leo sacudió la cabeza y, sin saber bien por qué, avanzó unos pasos hasta encontrarse en medio de las estatuas destrozadas por su compañero. Pensaba que lo mejor era volver a hablar con Percy, quizá esperar un poco a que se calmara y entonces, si se encontraba más sosegado, el rey quizá podría explicarle a detalle lo que quería.

Leo miró al cielo. Pequeñas nubes impedían que el sol iluminara con su habitual potencia, pero la sombra sólo duraría unos segundos. Leo se pasó la palma de la mano derecha por el rostro. No sabía qué hacer. Si Percy había perdido la razón eran Jason y Frank quienes debería tomar las decisiones, por el bien de todos, por bien del propio Percy.

Entonces ocurrió un fenómeno extraño: las nubes abrieron un hueco y el sol vertió toda su luz con vigor sobre el suelo del museo. Uno de los fragmentos de las estatuas rotas reflejó los destellos, captando la atención de Leo. Allí había inscrita una única letra: Δ

Una idea comenzó a formarse en su mente, brotando desde el fondo de su memoria. Se acordó de los archivos que había descargado usando el portátil de Dédalo que Annabeth le había prestado en el pasado y las piezas encajaron en su lugar.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now