REYNA XXI

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Al menos no acabaron en otro crucero.

El salto desde Portugal les había hecho aterrizar en medio del Atlántico, y Reyna se pasó el día entero en la cubierta con piscina del Azores Queen, espantando a los niños de la Atenea Partenos, que parecían confundirla con un tobogán acuático.

Lamentablemente, el siguiente salto llevó a Reyna a su hogar.

Aparecieron a tres metros de altura, flotando sobre el patio de un restaurante que Reyna reconoció. Ella y Nico se desplomaron sobre una gran jaula de pájaros, que se rompió en el acto dejándolos plantados entre un grupo de macetas de helechos y tres loros asustados. El entrenador Hedge cayó en el toldo de un bar. La Atenea Partenos aterrizó de pie con un golpetazo, aplastó una mesa del patio y volcó una sombrilla de color verde oscuro, que se posó en la estatua de Niké que la Atenea sostenía en la mano, de forma que la diosa de la sabiduría parecía estar sujetando una bebida tropical.

—¡Grrr!—gritó el entrenador Hedge.

El toldo se rompió, y el sátiro cayó detrás de la barra con gran estrépito de botellas y vasos. Se recuperó sin problemas. Apareció con una docena de espadas de plástico en miniatura en el pelo, tomó la pistola del dispensador de refrescos y se sirvió una bebida.

—¡Me gusta!—el entrenador se metió un pedazo de piña en la boca—. Pero la próxima vez, ¿podemos aterrizar en el suelo y no a tres metros de altura, muchacho?

Nico salió de entre los helechos a rastras. Se desplomó en una silla y ahuyentó a un loro azul que trataba de posarse en su cabeza. Después del combate contra Licaón, Nico se había desprendido de su saco de gala militar hecho jirones. Su camiseta morada sin mangas no se encontraba en mucho mejor estado. Reyna le había dado puntos en las heridas de los bíceps, que le conferían un aire a lo Frankenstein un poco inquietante, pero los cortes seguían hinchados y rojos. A diferencia de los mordiscos, los arañazos de hombre lobo no transmitían la licantropía, pero Reyna sabía de primera mano que curaban despacio y quemaban como el ácido.

—Tengo que dormir—Nico alzó la vista, aturdido—. ¿Corremos peligro?

Reyna escudriñó el patio. El lugar parecía desierto, aunque no entendía por qué. A esas horas de la noche debería haber estado abarrotado. Encima de ellos, el cielo nocturno emitía un brillo de un tono terracota oscuro, el mismo color de los muros del edificio. Alrededor del patio, los balcones del segundo piso estaban vacíos, a excepción de las azaleas en tiestos que colgaban de las barandillas metálicas blancas. Detrás de un muro de puertas de cristal, el interior del restaurante estaba a oscuras. Los únicos sonidos que se oían eran el borboteo melancólico de la fuente y algún que otro graznido de un loro malhumorado.

—Esto es el Barrachina—dijo Reyna.

—¿Quién es una borrachina?

Hedge abrió un bote de cerezas al marrasquino y las engulló.

—Es un restaurante famoso en medio del Viejo San Juan—dijo Reyna—. Aquí inventaron la piña colada en los años sesenta, creo.

Nico se cayó de su silla, se acurrucó en el suelo y se puso a roncar.

El entrenador Hedge eructó.

—Bueno, parece que nos vamos a quedar un rato. Si no han inventado bebidas nuevas desde los sesenta, van con retraso. ¡Me pondré manos a la obra!

Mientras Hedge rebuscaba detrás de la barra, Reyna llamó silbando a Aurum y Argentum. Después de luchar contra los hombres lobo, a los perros se les veía algo desmejorados, pero Reyna los puso de guardia. Inspeccionó la entrada de la calle al patio. Las elegantes puertas de hierro estaban cerradas con llave. Un letrero en español e inglés anunciaba que el restaurante estaba cerrado debido a una fiesta privada. Parecía extraño, considerando que el sitio estaba desierto. En la parte inferior del letrero había unas iniciales estampadas en relieve: HDM. El detalle preocupó a Reyna, aunque no estaba segura de por qué.

GIGANTOMAQUIA: La Sangre del OlimpoWhere stories live. Discover now