Capítulo 30

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Una vez, hace muchos años, cuando todavía estaba en la secundaria, Álvaro le había confesado un hecho que lo tenía muy orgulloso:

Él nunca rogó.

Úrsula se lo creyó la primera vez porque, mal que bien, tenía el orgullo de cien hombres. Era un tipo gigante y duro. La mayor parte del tiempo, vestía con su uniforme militar y todo su cuerpo estaba cubierto de músculos. Era la definición de la masculinidad.

Hasta que lo conoció bien y vio al niño caprichoso que existía tras los galones. Pocos hombres en su vida habían dado espectáculos tan lamentables como los suyos. Incluso a los más patéticos, nunca los había visto hacer berrinches de niños caprichosos o, en ese caso, correr a las faldas de otros en busca de que solucionen sus líos amorosos.

Era de muy mal gusto que su padre la sermoneara por haber decidido que no quería tener nada más que ver con Álvaro, pero ¿cómo se lo hacía entender al hombre que era, en esencia, idéntico al que había despedido?

No había manera razonable de hacerlo.

—Ahí tenías tu futuro asegurado. ¿Tú crees que yo te voy a dar de comer toda la vida? Encima, te atrasas con los cursos. ¿Cuándo es que piensas terminar la universidad? Si no te da la cabeza para pensar, déjalo. Ya no te esfuerces más. Ve por el camino seguro.

Úrsula se mordió la lengua. Era fácil abrir la boca y explotar, pero no era conveniente. Sin embargo, lo miró de una forma que habría aterrado a hombres más cobardes que su progenitor.

—No voy a regresar con él.

—Tienes-que-hacerlo.

No lo soportó más y salió de la cocina, directamente hacia la calle. Tenía los bolsillos vacíos y la cabeza caliente. Podría convencer a un mototaxista de que la lleve donde Víctor y prestarle dinero que nunca devolvería. Pero entonces recordó que Víctor no estaba en casa y se sintió muy sola.

Sus pasos errantes y enfurecidos la llevaron por la avenida. Caminó dando grandes zancadas, siguiendo la dirección de los autos. ¿Qué haría? ¿A dónde iría? ¿Caminaría hasta que su cuerpo se quede sin fuerzas y se quede botada, en medio de la tarde? No tenía su celular ni sus llaves, no había contemplado salir. Ella solo fue a la cocina por un vaso de agua y su padre —que por pura mala suerte estaba en casa— la abordó para hacerle llegar los reclamos sin sentido de un niño caprichoso.

¿Diana estaría en casa? Se preguntó mientras pasaba detrás del segundo jardín de niños. Un poco más y estaría frente a la iglesia de los mormones. ¿Y sí...?

Cruzó la calle cuando llegó a la posta y fue casi a trote hacia su destino. Hacia muchísimo calor y tenía la frente empapada de sudor. Se sintió un poco aliviada cuando pudo detenerse frente a la puerta de madera.

Tocó el timbre y esperó.

En todos los escenarios que montó en su cabeza, nunca esperó que fuera Johana la que le abriera la puerta. La madre estaba sorprendida de verla y la examinó de arriba abajo. Úrsula se pasó una mano por el cabello. El aire la había despeinado. Se sintió horrible, fea y mal presentada por primera vez en su vida.

—¿Está...? —Se aclaró la garganta. Ante la firme mirada de Johana, su confianza había flaqueado—. Buenas tardes, disculpe, ¿está... Diana?

Había planeado preguntar por Lucio para esconder sus verdaderas razones, pero no pudo mentirle. Johana asintió y se hizo a un lado para dejarla pasar.

—Se está bañando. Le voy a avisar, siéntate.

Hizo lo que le pidió sin rechistar. Una vez que Johana se desapareció por la escalera, aprovechó para alisarse la ropa y limpiar el sudor de su cara. Tenía que estar presentable. Diana no podía verla así.

La estrella y la luna | GLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora