Recordaba con mucha claridad el día que su hija, su única niña, se rezagó con ella después de terminada la cena. Sus hermanos ya se habían acostado. Eran muy pequeños aún.
—¿No tienes sueño? ¿Te duele algo?
Diana nunca les había dado problemas. Todos sus profesores la adoraban porque era dedicada, responsable y muy obediente. Era una alumna ejemplar y una hija perfecta. Su niña. Su primogénita. Su orgullo.
—Quiero hablar co-contigo.
—¿Pasó algo malo?
—No lo sé.
Johana, que hasta entonces había estado revisando algunos apuntes, dejó las hojas sobre la mesa y no volvió a mirarlos más. Sus ojos se clavaron en Diana. Su hija estaba sufriendo mucho.
—Cuéntame.
Mechones de su cabello lacio le cayeron por la frente mientras asentía. No estaba mirando a su madre a la cara. Johana no la obligó a hacerlo.
—Yo... Es que... Yo... —Diana se aclaró la garganta. Tenía algo clavado en el pecho que le impedía hablar con normalidad. Johana aguardó, sosteniendo el corazón con una mano. La preocupación la estaba matando—. Mami... Tú y... Tú... Tú me vas a amar por siempre, ¿verdad?
Se le rompió un poco el corazón al escuchar esa pregunta. Se preguntó si alguna vez había demostrado lo contrario. ¿Había sido demasiado estricta? ¿Había exigido demasiado? ¿Alguna vez la había hecho sentir que podría decepcionarla y perder su amor para siempre?
Johana sostuvo la mano de su hija. Estaba helada y temblorosa. La hizo querer llorar.
—Por supuesto que sí, mi amor. Por siempre y para siempre. ¿Por qué preguntas eso?
Diana respiró hondo. Le llegó el arrepentimiento, ¿y si estaba a punto de perder a sus padres para siempre? Pero ya era demasiado tarde, llegado a ese punto, ya no había vuelta atrás.
—Cre-creo... Yo, Mami... Yo creo que so-soy... Cre-creo que so-soy le-lesbiana...
Esperó un grito de indignación que despertara a sus hermanos y pusiera en alerta a Braco, el perro que dormía en la cocina. Pero no hubo gritos. Entonces, esperó que su madre se levantara y se fuera a su habitación, demasiado asqueada para mirarla a la cara. Tampoco ocurrió.
Cuando tuvo valor para mirar a su madre a la cara —lo que probablemente le tomó un par de años—, descubrió que estaba llorando. Sintió un dolor abrumador en el pecho. ¡Cuánto daría por ser como el resto de chicas de su edad! ¡Cuánto daría por fijarse en los chicos, por verlos atractivos, por enamorarse de ellos! ¡Cuánto daría por no darles razones a sus padres y a sus hermanos para asquearse de ella, para despreciarla por lo que era!
Entonces, su madre se puso en pie con una sonrisa trémula en los labios. Probablemente, pensó Diana, pensara que todo eso era una broma. Tal vez, se convenció, si le decía que estaba jugando, ella se lo creyera y no tendrían que estar pasando por ese momento tan doloroso.
Intentó sonreír y decirle que no era verdad, que no lo estaba diciendo en serio. ¡Que era una mentira, que en realidad Marcos le había pedido que sea su enamorada el día anterior! Pero cuando quiso hablar, cuando quiso mentir, su madre ya la había levantado por las axilas para abrazarla.
Diana tenía catorce años, era mayor que la mayoría de sus compañeros de clase porque había nacido a finales de año. Era una adolescente y, sin embargo, esa noche y en los brazos de su madre, lloró como una niña pequeña.
Su madre la llevó al sillón de tres plazas que había frente al televisor. Allí la abrazó con más fuerza mientras Diana pedía perdón una y otra vez. Que ridiculez, ¡cómo si hubiera algo por lo que debiera disculparse!
—Mi amor —le dijo con todo el amor del mundo—, yo ya lo sabía.
Diana la miró. Estaba muy sorprendida.
—¿De verdad?
—Claro que sí —le respondió Johana, limpiándole las lágrimas con los dedos. Era atroz lo que sufría un padre cuando veía a sus hijos sufrir—. Tu papá y yo ya lo sabíamos. Te amamos, seas lo que seas —aseguró porque era la verdad—. Y estamos orgullosos de que seas nuestra hija.
—¿De ve-verdad?
—Por supuesto que sí, mi vida.
Johana sabía, porque era una adulta y había vivido en ese mundo cruel mucho más tiempo que su hija, que no le esperaba más que una vida difícil. ¡Insoportable, injusta! Pero no le pondría las cosas más fáciles si se pusiera en su contra, si la despreciara. ¿Qué clase de madre sería si la hiciera sufrir por adelantado? ¿Si hiciera que sus primeros años de lucha empezaban en su hogar? La aferró con más fuerza y la besó en la frente.
—¿No estás molesta?
—No, mi vida.
—¿Y mi papá?
—Tampoco. Ya lo sabíamos.
—¿Cómo?
—Somos tus padres —respondió Johana—. Y lo sabemos todo sobre ti.
—¿De verdad no...?
Las lágrimas impidieron que pudiera conjugar su pregunta. Johana la abrazó de vuelta y le acarició la espalda. No le había dicho ni una sola mentira. Había cargado a esa niña nueve meses en su vientre. La había alimentado, criado y educado junto a su padre. ¿Cómo no iba a darse cuenta de lo maravillosa que era?
—Te amo con toda mi alma —le dijo—. A ti y a Esteban y a Santiago, los amo como no se lo imaginan. Tu papá también los ama. Los amamos y eso no va a cambiar por nada del mundo. ¿Entendiste, mi amor?
Los años siguientes fueron difíciles, pero su resolución nunca flaqueó. ¿Qué clase de madre sería si pusiera a las personas de afuera y a sus comentarios y opiniones por encima de su hija, la niña que había forjado en sus entrañas? Su familia, su esposo y sus tres hijos, siempre estuvieron primero.
Primero que sus tíos, primero que sus primos, primero que sus hermanos y sus propios padres. Diana era su hija, su niña, y ella era más importante que cualquiera.
La defendió contra viento y marea, con uñas y dientes. No permitió que nadie hiciera un comentario malintencionado de ella. No dejó que la hicieran creer que estaba enferma. No dejó que la influenciaran. Primos, hermanos y familiares se convirtieron en perfectos desconocidos cuando insinuaron que hacía mal en no «corregir» ni «encaminar» a su hija. Cuando la llamaron a ella y a su esposo porque vieron a Diana besándose con una de sus compañeras, amenazó a la directiva de la institución con denunciarlos hasta con el Ministerio Público si trataban de sancionar a su hija.
La cuidó de todo y de todos porque su hija no tenía nada de malo. Dios, sus ángeles y arcángeles podrían bajar de los cielos, pero nunca la convencerían de lo contrario.
Y vio el agradecimiento en su rostro, el alivio de saber que tenía a sus padres de su lado, vio a su niña feliz, y todo valió la pena.
Amaba a Diana y laamaría a pesar de todo. Era su hija.
***
Yo la re amo a Johana jajaja, sé que parece medio fastidiosa y todo, pero es la mejor mamá del mundo. (Roguemos para que Úrsula se gane a su (todavía no) suegra)
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La estrella y la luna | GL
JugendliteraturDespués de terminar una intensa relación de tres años, Diana Beltrán elige integrarse al equipo femenino de vóley de su universidad. Todo va de maravilla hasta que la convivencia con Úrsula Cano, una de sus compañeras de equipo, se hace insoportable...