Capítulo 5: Entre la rivalidad y el deseo (Le Normand's pov)

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El sonido de las gradas llenas, el eco de los cánticos y la electricidad en el aire del estadio eran inconfundibles. Las eliminatorias para el Mundial siempre eran algo más que un partido; para mí, era una prueba. España contra Argentina, una rivalidad histórica que siempre sacaba lo mejor y lo peor de los jugadores. Pero esta vez, había algo más. Algo que ni siquiera quería admitir. Julián.

Desde el pitido inicial, el juego fue intenso. Podía sentir a mis compañeros de equipo metiéndose con Julián, marcándolo con dureza. No era algo fuera de lo común en partidos de esta magnitud, pero cada vez que lo veía en el suelo, algo dentro de mí se removía. No era la misma satisfacción que solía sentir cuando neutralizaba a un rival. Esta vez, dolía verlo caer, aunque no lo entendía del todo. Me quedaba mirando, observando cómo se levantaba cada vez con la misma expresión decidida, como si nada lo pudiera derribar, como si no hubiera manera de frenarlo.

Las primeras veces que vi a mis compañeros ir con todo contra él, sentí la clásica satisfacción que todo defensor experimenta. Julián era un delantero excepcional, peligroso, rápido, y cada vez que conseguíamos pararlo, significaba que estábamos cumpliendo con nuestra tarea. Pero pronto esa sensación cambió. Lo veía ser derribado una y otra vez, luchando por mantenerse en pie, y algo comenzó a incomodarme. Cada vez que su cuerpo tocaba el césped, cada vez que se levantaba con una mueca de dolor, algo en mi interior me decía que esto no estaba bien.

No debería sentirme así. Él es el rival. El adversario.

El momento clave llegó en la segunda mitad. Julián había logrado escaparse de su marcador con un movimiento brillante, y cuando parecía que estaba a punto de anotar, uno de mis compañeros se lanzó de forma implacable, derribándolo dentro del área. El silbato del árbitro fue inmediato: penalti. Mis compañeros protestaron, pero yo me quedé quieto, observando a Julián en el suelo, respirando con dificultad. El fisioterapeuta argentino corrió hacia él, pero yo no podía moverme, no podía apartar la vista de su figura. Algo en esa imagen me desarmó por completo.

No quería que se hiciera más daño. No quería verlo sufrir.

Cuando el árbitro señaló el punto de penalti, una parte de mí se sintió aliviada. Tal vez ahora él obtendría lo que merecía. Había soportado tanto durante el partido que, en mi mente, ganar el penalti parecía justo. Era su revancha. Pero la decisión fue que otro jugador, Rodrigo De Paul, lo lanzara. Julián ni siquiera tendría la oportunidad de convertir el penalti que había ganado con tanto esfuerzo. Lo vi de pie, al margen, su rostro marcado por el agotamiento, y mi estómago se retorció. ¿Por qué me importaba tanto? ¿Por qué de repente sentía la necesidad de que él tuviera ese momento de gloria?

El disparo de De Paul fue directo al travesaño, y por un segundo el estadio entero contuvo el aliento. Luego, el balón rebotó fuera y el alivio en mis compañeros fue palpable. Mi mente, en cambio, era un torbellino de emociones encontradas. Debería haberme sentido eufórico por el fallo del penalti, debería haber estado celebrando junto a mis compañeros. Pero no lo hice. Mi alivio fue sustituido por algo más, algo que ni siquiera podía articular: una profunda decepción. No porque De Paul hubiera fallado, sino porque, en el fondo, había querido que Julián tuviera ese momento de justicia.

El partido siguió, pero mi cabeza ya no estaba completamente en el juego. Cada vez que Julián tocaba el balón, mi mirada se dirigía a él, observando sus movimientos, su tenacidad, esa voluntad de acero que lo impulsaba. Lo veía luchar una y otra vez, y lo único que sentía era una creciente admiración y... algo más. Algo que no me atrevía a nombrar.

Cuando el árbitro pitó el final, no me sentí aliviado. No era solo el empate lo que me tenía en ese estado de confusión, era él. Caminé hacia el túnel, con la mente nublada, cuando sentí su mirada fija en mí. Me detuve y me giré para encontrarlo, de pie en medio del campo, su rostro una mezcla de cansancio y determinación. Estaba lleno de moretones, cojeando ligeramente, pero su mirada seguía firme, inquebrantable. Y me buscaba a mí.

Se acercó, aunque cada paso parecía costarle esfuerzo. Mis músculos se tensaron, mi respiración se volvió más pesada.

—Buen partido —dijo Julián, con la voz áspera, pero clara.

Lo miré, asintiendo, intentando ocultar lo que realmente sentía. Quería decirle tantas cosas. Quería pedirle perdón por los golpes que había recibido, quería decirle que lo admiraba, que lo respetaba... pero nada de eso salió.

—Tú también —fue lo único que logré responder.

Nos quedamos mirándonos, el ruido del estadio desvaneciéndose a nuestro alrededor. En sus ojos había algo que me incomodaba, algo que me hacía sentir más vulnerable de lo que había sentido en años. Sabía que él había visto más de lo que yo quería mostrar. Me había visto débil. Y esa idea me aterraba.

Finalmente, Julián rompió el silencio.

—Nos veremos en los entrenamientos —dijo antes de girarse y caminar hacia el vestuario argentino.

Lo observé alejarse, con una sensación de pérdida que no debería haber sentido. No debería haberme importado. Era solo un rival, solo otro jugador en un equipo diferente. Pero no podía negar lo que ya estaba claro: Julián no era solo otro jugador para mí. Algo había cambiado en estas últimas semanas, algo que había cruzado una línea que ni siquiera había notado antes.

Caminé hacia el vestuario, sintiendo una mezcla de emociones enredadas dentro de mí. La rivalidad que sentía por Julián se había transformado en algo más. ¿Deseo?. Ni siquiera quería pensarlo, pero sabía que era algo que ya no podía ignorar.

Había permitido que viera algo de mí que nadie más había visto. Y lo peor de todo, es que no estaba seguro de si quería cerrarle esa puerta.

El arte de defender(te) // Robin Le Normand y Julián ÁlvarezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora