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Caminábamos por el centro, viendo a la gente ir y venir, aparecer y desaparecer como si formaran parte de un patrón interminable. Parecían tan ocupados, tan inmersos en sus vidas cotidianas, que no se daban cuenta de que justo frente a ellos había tres perros callejeros disfrutando de un día sin preocupaciones. Francois y Mooch se perseguían, dando vueltas alrededor de los bancos y saltando entre los arbustos, riendo como si el día no tuviera fin. Desde el callejón, me quedé observándolos.

No podía evitar reír para mí mismo. Eran torpes, sí, pero en su propia manera tenían un espíritu libre y despreocupado que a veces envidiaba. Mientras ellos jugaban, yo me senté, sintiendo que aquel día no podía ser mejor. Había robado, comido hasta llenarme, y me sentía completamente libre. Todo parecía perfecto. El tipo de día que no quieres que termine nunca.

Pero entonces, una voz familiar me sacó de mi calma. Era suave, femenina, pero había algo en ella que me hizo sentir una mezcla de emociones que no había sentido en mucho tiempo.

—Veo que lo lograste —dijo la voz.

Mi corazón dio un vuelco. Sabía quién era antes de siquiera voltear a verla. Aun así, cuando la miré, el impacto fue el mismo.

—Angela... —murmuré, sorprendido.

Allí estaba, justo delante de mí.

Sí, PadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora