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Los líderes de las manadas comenzaron a salir uno a uno, cada uno meditando lo que Mechas acababa de proponer. No podía culparlos, ni siquiera yo lo creía del todo. La feria del condado... ¿Cómo podríamos lograr algo tan grande, rodeados de tantos humanos? Vi a la líder dorada salir con una expresión pensativa, seguida por el pastor alemán, que parecía sopesar cada palabra de Mechas. Finalmente, el último líder, un dóberman de mirada severa, se marchó en silencio, dejando solo a Mechas y a mí en la sala.

Me quedé ahí, observando a mi padre adoptivo mientras se levantaba, calmado, como si todo estuviera bajo control. Aún no podía creer lo que acababa de escuchar.

—Papá... ¿Estás seguro de esto? —pregunté, sin poder contener mis dudas.Mechas, con esa sonrisa que siempre llevaba cuando sabía que tenía todo planeado, asintió lentamente.

—Más que nada, hijo. Esto es lo que debemos hacer.

Salimos juntos del almacén. Afuera, los casi trescientos perros que formaban parte de las distintas manadas nos esperaban. Sabía que las noticias no tardarían en correr, y pronto lo que habíamos discutido se convertiría en el tema principal entre todos los perros callejeros de la ciudad.

Un San Bernardo, uno de los líderes de la manada del norte, se adelantó al vernos salir y se dirigió a todos.

—¡Escuchen! —exclamó con su poderosa voz, llamando la atención de la multitud—. Mechas, el presidente del comité de líderes, ha propuesto algo que podría cambiarlo todo. Un golpe como ningún otro, pero con riesgos que podrían poner a muchos de nosotros en peligro. Está hablando de robar durante la feria estatal.

Un murmullo de sorpresa recorrió la multitud. Los perros se miraban entre sí, incrédulos. Algunos incluso retrocedieron, asustados. La feria estatal era un evento masivo, repleto de humanos. Hablar de llevar a cabo un robo allí parecía una locura para muchos.

—¡No puede ser! —exclamó uno de los perros al fondo—. ¡Eso es imposible!

—¡Nos delataría! —dijo otro, agitado—. ¡Podrían descubrir nuestra organización!

—¿Cómo podríamos siquiera acercarnos sin que nos atrapen? —gritó una perra de la manada del este, su voz temblando.

El San Bernardo levantó una pata para calmar los murmullos, pero antes de que pudiera hablar de nuevo, Mechas avanzó, subiendo a la cima de una caja, mirando a todos los perros con una confianza inquebrantable.

—¡Escuchen! —rugió Mechas, su voz resonando con autoridad—. Sé que suena arriesgado. Sé que muchos de ustedes tienen miedo, y es normal. Pero lo que estamos planeando no es cualquier cosa. Es una oportunidad para obtener comida en abundancia, más de lo que cualquier perro haya visto en su vida. Es una oportunidad para demostrarle a los humanos que los callejeros no somos simplemente bestias que sobreviven en las sombras.

Los perros lo miraban con atención, algunos aún desconfiados, otros empezando a considerar la magnitud del plan. El riesgo era alto, pero también lo era la recompensa.

—Sí, es un evento lleno de humanos, y eso lo hace peligroso —continuó Mechas—. Pero también es por el bien mayor. Porque lo que necesitamos ahora es unidad. Sé que muchos crecieron creyendo que cada perro se defiende solo. Pero en el robo anual hemos aprendido que, si nos unimos, podemos hacer cosas más grandes. Juntos somos imparables.

La multitud empezó a murmurar, algunos asintiendo lentamente ante las palabras de mi padre. Podía ver cómo, poco a poco, empezaban a creer en la idea. Entonces, uno de los perros, un pequeño beagle de la manada del sur, gritó:

—¡Mechas, Mechas!

Otro perro repitió el grito. Y otro. Y pronto, toda la multitud coreaba el nombre de mi padre, su confianza creciendo a medida que la energía entre nosotros aumentaba.

—¡Mechas, Mechas, Mechas! —gritaban todos, sus voces unidas en un mismo propósito.

Sentí una oleada de emoción y orgullo al ver la escena. Mechas había logrado lo imposible: había convencido a todos de que este golpe era posible. Aunque el plan parecía arriesgado, tenía fe en que mi padre sabía exactamente lo que hacía. Y, por primera vez, pensé que todo esto podía salir perfecto.

Sonreí mientras lo miraba. Él bajó de la cima de la caja y me miró a los ojos, con esa expresión de satisfacción que solo un líder podía llevar.

—Vamos a casa, hijo —me dijo con orgullo.

—Claro, padre —respondí, con la misma seguridad.

Sabía que estábamos a punto de hacer historia.

Sí, PadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora