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De vez en cuando, pasaba por el basurero donde solía vivir. Ese lugar, que una vez fue nuestro refugio, ahora estaba ocupado por nuevas manadas. No era raro que esos perros se rieran cuando me veían pasar, haciendo comentarios sobre Reggie, Francois y, sobre todo, sobre Mechas. No podían evitar burlarse de cómo había muerto, o de cómo adoptó a un cachorro que, según ellos, resultó ser igual que su padre, Golfo.

Al principio, me interesaba en pelear. Sentía que tenía que defender el legado de Mechas, que no podía permitir que lo insultaran de esa manera. Pero con el tiempo, me di cuenta de que no tenía sentido. Esos perros no querían entender otro lado de la vida. Solo conocían el caos y la supervivencia, y no había nada que pudiera hacer para cambiar su perspectiva. Pelear con ellos no me llevaría a ningún lado, así que opté por seguir adelante, por dejar que sus palabras se desvanecieran en el aire.

Además de pasar por el basurero, también solía visitar las bodegas donde, en el pasado, hacíamos nuestras reuniones. Esas bodegas, que alguna vez estuvieron llenas de perros, ahora estaban ocupadas por muchos indigentes. Pero eso no era algo malo. De hecho, había tenido la suerte de ayudar a algunos de esos humanos, colocando perros callejeros con ellos para que les hicieran compañía. No eran hogares grandes ni lujosos, pero esos humanos agradecían tener un compañero a su lado, alguien que les brindara un poco de alegría en sus vidas difíciles.

Ver a esos perros y humanos juntos me hacía sentir que, aunque no tuvieran una casa grande o una vida perfecta, al menos se tenían el uno al otro. Y eso, en el fondo, era lo que importaba.

Sin embargo, cuando la nostalgia de tener a un humano se volvía demasiado fuerte, siempre hacía lo mismo. Iba a un lugar que me devolvía una parte de lo que alguna vez fui. Y, sin falta, terminaba pensando en **Junior**.

Sí, PadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora