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Relatar todo lo que había pasado en los últimos años no era fácil. A veces parecía como si el tiempo hubiera volado. Reggie, por ejemplo, había sido más que un compañero de batallas; se había convertido en una especie de mentor para mí, aunque solo tuviera dos años más. Al principio, me enseñó cosas esenciales, como cómo tratar a perros que crecieron solos, perros que, como él, habían vivido sin una familia estable. Pero también me mostró algo práctico y crucial: dónde morder para abrir cerrojos. Sin duda, Reggie había sido una influencia importante en mi vida.

A lo largo del tiempo, lo llegué a ver como un tío, un perro mayor con sabiduría, pero que aún podía divertirse como un cachorro cuando la situación lo requería. Cuando comencé a trabajar con él, fue lo mejor que me pudo haber pasado. Me permitió conocer al perro que había detrás de esa fachada ruda, un perro que, en realidad, tenía algo más profundo en su interior.

En mis primeros días junto a Reggie, recuerdo que me confesó que solo me había odiado la primera vez que Brutus lo sacó de la perrera. Después de eso, me buscó por esa razón, pero la segunda vez, no sentía lo mismo. Brutus le había dicho que no tenía sentido seguir enojado con el mundo. Esas palabras cambiaron su perspectiva, y fue entonces cuando entendí que no podíamos obligar a los perros a seguirnos. Cada uno debía tener la opción de elegir su propio camino.

Es por eso que siempre les damos la oportunidad de decidir: si quieren seguirnos, lo hacen, y si prefieren regresar a casa, también es válido. Esa es una regla que respetamos, una que Brutus y Mechas no compartían, pero que Reggie y yo implementamos.

En esos años, Mooch y Francois han tenido sus aventuras también. Ambos han tenido novias, y debo admitir que yo también. Sin embargo, mi mala suerte ha sido que muchas de las chicas que conocí terminaron siendo adoptadas en refugios. Y aunque eso podría haber sido doloroso, no me importaba tanto. Sentía que, de alguna manera, las había ayudado a encontrar un mejor hogar. Después de todo, se trataba de que ellas estuvieran felices, ¿no?

Cuando necesitaba despejarme, solía ir al restaurante de Joe y Tony. Siempre me recibían con un plato de pasta, y era uno de los pocos lugares donde me sentía como en casa. Angela, quien trabajaba ahí, solía aparecer cada vez que me veía, con esa sonrisa que nunca cambiaba.

**"Hola, Scamp. ¿Cómo has estado?"** me decía. Cada vez que la veía, no podía evitar sonreír también. No me importaba si me llamaban Marcas o Scamp; lo único que me importaba era que se llevaran bien conmigo. Con el tiempo, había tenido la oportunidad de conocer a su esposo, llamado Tony. Fue difícil la primera vez que los vi juntos, principalmente porque fue para pedir disculpas. Pero todo mejoró después de eso. Angela había tenido varios hijos desde entonces, y cada vez que los veía, me daba cuenta de cómo el tiempo había pasado volando.

Algunos de los hijos de Angela habían crecido y encontrado otros hogares, mientras que otros seguían con ella. A veces perdía la cuenta de cuántas camadas había tenido; no sabía si esta era la tercera o la cuarta. Lo que sí sabía era que todos esos pequeños me llamaban **"Tío Scamp."** Me hacía sentir parte de algo grande, algo más allá de las calles.

Después de mi habitual plato de pasta, me despedí y me fui, reflexionando sobre todo lo que había pasado. Las calles eran mi hogar, pero siempre volvía a ver a aquellos que me importaban. 

Y mientras me alejaba del restaurante, no pude evitar soltar una pequeña sonrisa y pensar:

**"Supongo que por eso los humanos nos esterilizan."**

Sí, PadreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora