🫦Capitulo 48🫦

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DANTE

Miré a Saúl. Podía ser mi hijo, y maldición, eso no era bueno. Recordaba aquella noche con una claridad desgarradora, cómo deseaba que saliera embarazada, que fuéramos una familia, y lo deseé con todas mis fuerzas mientras me venía dentro de ella.

—Tienes razón, pero eso no arregla nada —dije, sintiendo el peso de la realidad.

—Es tu primer hijo, además, es con la única mujer de la que te has enamorado como un perro —dijo, riendo al final, como si aligerar la situación pudiera cambiarme el estado emocional.

—No podemos quitar la posibilidad de que no sea mío —dije, sintiéndome pesimista.

—Puede saberlo —respondió, como si hubiera dado con la clave del enigma.

—¿Cómo? —repliqué, alarmado.

—Ahora la tecnología está muy avanzada. Se puede saber si eres el padre aun sin que el niño haya nacido —dijo, con una sonrisa intrigante.

—Muy buena idea, pero todavía es muy pronto. Solo tiene una semana —comenté, viéndolo con escepticismo.

—Tienes razón, eso se puede hacer después de dos meses —admitió, como si con eso cerrara el tema.

Estaba procesando toda esta nueva información, cuando de repente, me levanté de mi asiento al escuchar gritos provenientes del pasillo.

—¡Sr. Castillo, venga ya! —gritaron.

Miré a Saúl, y un sentimiento de alerta me invadió. Empezamos a caminar rápidamente hacia la salida. Pero al llegar a la escena delante de mis ojos, me paralicé.

Elena estaba allí, con un bisturí en la mano, sosteniéndolo contra su propio cuello, con la sangre goteando de la herida que ya había comenzado a hacerse. Mis secuaces y los doctores rodeándola, incapaces de actuar.

—¿Qué diablo haces? —grité, asustado y furioso.

Sus ojos se encontraron con los míos, y esos ojos llenos de lágrimas se reemplazaron con un fuego de odio.

—¡Dile que me deje ir de aquí! —gritó, la voz temblorosa, pero firme.

—No puedes irte, no es seguro allá fuera —dije, intentando razonar con ella, sabiendo que mi corazón se rompía al ver su desesperación.

—Ya nada podría ser peor que lo que me hicieron, así que déjame ir, por la buena, o salgo de aquí muerta —respondió, erguida con la obstinación que la conocía.

Un frío recorrió mi espalda. La desesperación en su tono atravesaba mis defensas. Miré a mi alrededor, a los hombres que debían protegerla, y vi la incertidumbre en sus rostros. Sabía que no podría dejar que ella se hiciera daño; eso sería una traición definitiva a todo lo que representaba para mí.

—Elena, por favor, no hagas esto. Te necesito. ¡Te necesitamos! —grité, dando un paso hacia ella.

Hice un movimiento para alcanzar el bisturí, pero Saúl me detuvo con una mano en el brazo.

—Dante, no. Si la asustas más, podría quitarse la vida. Tenemos que encontrar otra manera de calmarla —susurró, con voz serena.

Mi mente iba a mil por hora. Estaba atrapado entre la necesidad de protegerla y la desesperación que la había llevado a esa locura.

—Escúchame, te prometo que no vas a estar sola. No te dejaré... no dejaré que nadie te haga daño. Pero necesito que bajes el bisturí, Erlena. Por favor —dije, sintiendo cómo el sudor comenzaba a brotar en mi frente.

Sus ojos mostraron una chispa de duda, y por un momento, esperé que hiciera lo correcto. La tensión en el aire era palpable, y sabía que la próxima palabra o movimiento podría significar un cambio irreversible.

—Elena, confía en mí —dije, implorando, como si pudiera alcanzar su corazón con mis palabras. Era un juego peligroso, pero no podía permitir que terminara así. No podía perderla.

Camino de la tentación © {1}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora