-Lo que no logró
comprender es porque
no dices nada. J*der, Rodrigo. Acabo de
decirte que me gustas y tú
estas como un tonto
sonriendo.
-Si prefieres me quedo
callado
-No, haber, al menos responde.
Que me siento como un idiota
-Vale, pues no re...
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Estaba sentado en la cama, revisando mi teléfono, cuando escuché la puerta del baño abrirse. Levanté la vista y ahí estaba él, saliendo de la ducha como si fuera la escena de una película.
El agua todavía resbalaba por su torso definido, marcando cada músculo bajo la luz suave de la mañana. Su cabello rubio, mojado, caía desordenado sobre su frente, y pequeñas gotas caían al suelo mientras se pasaba una toalla por el cuello.
Por un momento me quedé embobado, como si el tiempo se hubiera detenido. La forma en que el vapor del baño lo rodeaba hacía que se viera casi irreal.
—¿Qué tanto miras? —preguntó con una sonrisa, sin siquiera voltear del todo, mientras buscaba algo en su maleta.
—A mi esposo —respondí con una sinceridad que lo hizo reír.
—¿Te gusta lo que ves? —añadió, girándose hacia mí con una ceja arqueada, mientras se pasaba la toalla por la cintura con lentitud provocativa.
—Siempre... —dije, sintiendo cómo una sonrisa se asomaba en mis labios.
Él caminó hacia mí, aún goteando un poco, y se inclinó para darme un rápido beso en la frente.
—Entonces ven a ayudarme a vestirme —dijo en tono pícaro, dejándome sin excusas para resistirme.
No sé cómo sucedió exactamente, pero en cuestión de minutos, Pablo y yo terminamos en calzoncillos en medio del cuarto. Todo había comenzado con esa provocación suya, pidiéndome que lo ayudara a vestirse, pero las bromas se nos fueron de las manos.
Nos miramos, ambos rojos como tomates. Él se llevó una mano al cabello todavía húmedo, intentando disimular su risa, mientras yo intentaba mantener la compostura, aunque mi cara ardía.
—Bueno... esto no estaba en el plan —murmuró Pablo, con una sonrisa traviesa en los labios.
—¿Ah, no? Porque tú parecías bastante convencido de lo contrario —respondí, cruzándome de brazos para fingir indignación, pero el calor en mis mejillas me delataba.
Ambos estallamos en una risa nerviosa que llenó la habitación. Era de esos momentos torpes que solo nosotros podíamos convertir en algo especial, y aunque la situación era ridícula, también era increíblemente nuestra.
Pablo bajó la mirada con una sonrisa juguetona y un leve rubor subió a sus mejillas. Su confesión, tan directa, me dejó sin palabras por un momento.
—Siempre me pongo tontito cuando veo tus partes íntimas... —dijo, mirándome de reojo, con una mezcla de picardía y timidez que lo hacía aún más irresistible.
Sentí cómo mi rostro también comenzaba a calentarse, pero traté de mantener la calma, aunque por dentro estaba al borde del colapso.
—¿Ah, sí? —respondí con una sonrisa traviesa, acercándome a él hasta que apenas había espacio entre nosotros—. Entonces tendré que dejar de pasearme en calzoncillos, ¿no?