-Lo que no logró
comprender es porque
no dices nada. J*der, Rodrigo. Acabo de
decirte que me gustas y tú
estas como un tonto
sonriendo.
-Si prefieres me quedo
callado
-No, haber, al menos responde.
Que me siento como un idiota
-Vale, pues no re...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
El Atlético de Madrid acababa de ganar por 5-0 frente al Valladolid en el José Zorrilla, estábamos en el hotel en el que nos habíamos alojado con el equipo y yo, de nuevo, me había tocado compartir habitación con Pablo.
La alegría de la victoria estaba en el aire, pero dentro de mí no podía sentir nada más que un vacío. Habíamos jugado un partido impecable, pero cada gol, cada aplauso, y cada palabra de felicitación que recibía de mis compañeros solo lograban recordarme lo lejos que estaba de ser feliz.
Subí al cuarto arrastrando los pies, cargando no solo mi bolsa de deporte, sino el peso de mis decisiones. Por supuesto, me tocaba compartir habitación con Pablo. El destino parecía disfrutar poniendo barreras a mi intento de distanciarme de él.
Abrí la puerta y lo encontré sentado en la cama, revisando su móvil. Apenas levantó la vista cuando entré, y aunque no dijo nada, su silencio me habló más que cualquier palabra. El ambiente estaba cargado, como si una tormenta estuviera a punto de desatarse en ese pequeño espacio.
Dejé mi bolsa en el suelo y comencé a sacar mis cosas con la esperanza de evitar su mirada, pero su voz cortó el silencio como un cuchillo.
—¿Hasta cuándo vas a seguir ignorándome, Rodrigo?
Cerré los ojos por un momento, intentando mantener la calma.
—Pablo, no es el momento —respondí, sin mirarlo.
—¿Y cuándo va a ser el momento? —su tono era firme, pero había un tinte de desesperación en él—. Ganamos, estamos solos, y aun así parece que hay un muro entre nosotros.
Tomé aire y me giré hacia él. Su mirada me atravesó, llena de dolor y de algo más: esperanza, quizá.
—¿Qué quieres que te diga? —pregunté, mi voz más dura de lo que pretendía—. Ya te dije lo que tenía que decirte.
—¿De verdad? —se levantó, dando un paso hacia mí—. ¿De verdad no sientes nada por mí? Porque no me lo creo, Rodrigo.
Me quedé callado. No porque no tuviera una respuesta, sino porque sabía que cualquier cosa que dijera solo lo haría más difícil.
—Rodrigo, mírame —insistió, su voz quebrándose—. No puedes seguir cargando con esto tú solo. Sea lo que sea lo que pasó, no tienes que enfrentarlo sin mí.
Sus palabras eran como una daga en el pecho. Quería gritarle, decirle que no entendía nada, pero ¿cómo podía hacerlo si yo mismo no sabía cómo manejarlo?
—Ya basta, Pablo —dije finalmente, apartando la mirada—. No me hagas esto más difícil.
—¿Difícil para quién? —replicó, su voz subiendo un poco de tono—. Porque yo estoy aquí, tratando de entenderte, tratando de ayudarte, y tú me sigues alejando.