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Sólo me quedaba un año para graduarme en la secundaria y entrar en la universidad pero mis queridísimos padres decidieron que lo mejor para mí era terminar el instituto en un internado de Génova. ¿Qué por qué? Según ellos había más de un motivo. En primer lugar estaban las asquerosas notas que sacaba y que no había manera de que me pusiera en serio para aprobarlo todo. También dijeron que era para alejarme de mis amistades ya que según ellos no eran nada buenas para mí y sólo querían perjudicarme. ¿Perjudicarme? Yo ya estaba perjudicada.

Los cigarros, la marihuana, el alcohol y la calle eran mi familia además de la multitud de amigos que tenía y que no vinieron ni dos minutos a despedirse de mí. Ninguno. Ni siquiera Elizabetta, la que pensaba que era mi mejor amiga y que se acostó con el que era mi novio aunque pensándolo mejor, mejor que no hubiera venido porque de lo contrario sería capaz de arrastrarla por el descansillo y bajarla de los pelos por las escaleras de madera de mi casa.

¿Cómo podía confiar en nadie cuando ni si quiera mis padres me daban motivos para confiar en ellos? Los motivos que pienso que realmente los llevaron a encerrarme en un internado lejos de mi ciudad e incluso de ellos eran simples; No me soportaban. Estuvieron viviendo muchos años con mi mala conducta y mis malos hábitos y nunca se quejaron, bueno sí, pero no hasta el punto de echarme de mi propia casa y de repente, me intentaron colar la enorme mentira de que era por mi bien y blablabla. ¿En serio? Que les den.

A ellos y a mi hermano pequeño. Maldito enano entrometido, imbécil e insoportable que me tocó por hermano. El sentimiento era mutuo porque aunque dijeran que no, sabía perfectamente que Pietro me odiaba tanto como yo a él, pero no más porque el odio que le tenía yo a ese bicho andante no lo sabía nadie excepto yo.

— ¿De verdad me vais a echar de casa? ¡incluso de Roma! ¡mi querida y bonita Roma! —dramaticé más de lo necesario pero tenía que hacer algo para conseguirlo aunque ellos nunca me vieron hacer el idiota como esa vez.

— Edith, te vas a ir a Génova quieras o no —la simpática de Fiorenza, o sea, mi adorable madre me habló claro como el agua mientras molestaba a Pietro que estaba sentado en el sofá viendo alguna tontería y jugando con su PSP.

— ¡Que te pares! ¡no me toques! —gritaba Pietro mientras se apartaba y me impedía seguir tirando de su pelo negro.

— Por lo menos voy a sacar algo bueno de esto —dije cuando le arrebaté la consola y amenazaba con lloriquear a mi madre—. ¡Que no te volveré a ver más, bicho!

— Edith, deja a tu hermano y devuélvele la consola —Enrico ni si quiera levantó su mirada azulada como la mía de su periódico.

— Papá, hacemos un trato, ¿de acuerdo? —me senté junto a mi padre en la mesa de madera que usábamos para las comidas y las cenas y aparté su vaso de vino blanco. Él levantó la vista y me miró fijamente—. Si me dejáis quedarme en Roma te prometo que te conseguiré a una mujer guapísima y a la que adorarás.

Soltó una carcajada y volvió a su lectura mientras negaba con la cabeza repetidamente.

— Vete a preparar tu maleta, Edith. Mañana tienes que coger un vuelo.

— Os odio.

Escuché sus risas mientras subía la escalera que da al segundo piso y antes de empezar a preparar mi maleta me dediqué a observar mi dormitorio por última vez. ¿Por qué tenía que irme? Y aunque tuviera que hacerlo, ¿por qué a Génova? ¿por qué tan lejos?

Aunque pensándolo mejor... irme suponía cambiar totalmente de aires, ver lo más mínimo a mis padres y con suerte no ver jamás a mi hermano. También supondría alejarme de Elizabetta, de mi ex novio Fabio y de toda la gentuza a la que conozco y que sólo ha intentado hacerme daño, pero con el paso del tiempo, una se vuelve fuerte y dura. Fría como un iceberg. Y así era.

Merece la pena odiarteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora