PRISIONERA

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El vapor Hausmann zarpó de Soteria al atardecer

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El vapor Hausmann zarpó de Soteria al atardecer.

Nayara pensaba huir con Derek desde que los hicieron abordar. Pero estaban esposados. Les quitaron las espadas sagradas desde que los arrestaron, y para colmo, ella supo que las robaron del palacio. No podían librarse de la custodia de Leonard Alkef sin ellas; ni de los veinte guardias bajo su mando. Intentarlo sería como adelantar su propia ejecución.

El viaje a la isla de Peña Hueca estaba por terminar cuando salieron las cuatro lunas. El monolito donde construyeron el penal ya se divisaba desde cubierta. Parecía crecer conforme se acercaban. Las injurias gritadas por los ventanucos de las celdas, los múltiples fusilazos de una batalla en el patio, y el aullido de las alarmas resonaban en los acantilados mientras el mar castigaba las rocas de la costa con furia líquida.

Leonard mandó parar una hora e hizo que la escolta condujera a los prisioneros al puente de mando; los vigilaría de cerca. Más tarde, la cárcel quedó en silencio. Y esperaron otros veinte minutos. El Maestre iba a llamar al cuarto de máquinas. Cogió el bocal del tubo acústico e iba a ordenar el regreso, pero se detuvo. Aseguró haber visto a alguien sobre el muro de la prisión. Cogió unos prismáticos. Un custodio les hacía señales con banderas.

—¿Qué? —se preguntó quedamente— ¿Tanto escándalo para evitar una fuga?

Ordenó reanudar el indeseable viaje. Media hora después, el barco llegó al muelle del presidio.

Los centinelas, que estaban sobre la muralla de piedra en lo alto del risco, apuntaron sus fusiles hacia la cubierta. Y no sólo eso. Los cañones antibuque instalados en los torreones a lo largo del muro, aguardaban órdenes de abrir fuego. Joab Krensher y treinta celadores, formados en columnas de a cinco y vestidos de uniforme verde con quepis, esperaban en el muelle.

—Aquí vienen —anunció el alcaide—. Pongan la escalera y traigan a los prisioneros.

Un grupo de seis obedeció. La madera del entablado protestaba con rechinidos por el peso de todos ellos, y lo brusco de las maniobras.

Leonard fue el primero en bajar. Enseguida, los guardias desembarcaron a Nayara. Un celador fue hasta ella. Le apretó las esposas, y la situó frente a las filas. Derek fue el siguiente. Aún vestía su uniforme de Maestre, y también le reajustaron las cadenas para dejarlo junto a su novia.

Joab sudaba tanto que parecía empapado por las olas, y se limpiaba la cabeza rapada con un pañuelito bordado que sacó de su gabardina. Saludó a Leonard con indiferencia. Eran rivales desde que entrenaban juntos en la isla Blitzstrahl. Pero se tragaron la enemistad por esa ocasión.

—Traje a la princesa Nayara y a Derek Stoessel —Leonard dio un legajo al jefe.

—¡Ja! Por fin —respondió Joab—. Ahora, si no te importa, déjame echarlos al calabozo sin fondo de una vez.

—Todavía no. Necesito que por favor dejes a la princesa un rato en tu oficina.

—¿Y eso para qué? —preguntó el alcaide con sorna.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora