ÓRDENES PARA ZALDJA

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Derek leía un periódico de las Islas Baleras recostado en su cama, sin camisa y descalzo. Buscaba una villa en Sales para alquilarla por todo un mes. Desde hacía años quería vacacionar ahí con su esposa. Nadie más que ellos merecía reposar en la playa y deleitarse con el néctar de los mejores viñedos de Eruwa; y el fin de la guerra era la ocasión perfecta para ello. De hecho, su suegra vivió ahí hasta el día que se casó; incluso los nombres de sus hijas vinieron del mismo lugar. Eran comunes allá pero exóticos en Elpis y Soteria.

Derek se levantó para abrir la puerta de la alcoba cuando oyó que llamaban. Nayara entró muy seria. Se puso detrás del biombo entre el guardarropa y la cama.

—¿Qué tienes? —quiso saber él.

—Nada —respondió ella mientras la bata de satín colgada encima del mueble se deslizaba rápidamente hacia abajo—. Sólo confirmé que esa pobre gente no sabe quién es Leonard en realidad. Las compadezco.

—Yo también sospechaba eso. Pero, creí que no tenía caso confirmarlo.

—Ni yo. —Nayara colgó a Melej, su espada sagrada, en un poste del biombo—. Aunque pensé que podrían hablar con él usando ese aparato del que me contaste la otra vez.

—¿Cuál? —Derek se recostó para disfrutar de ver a su esposa desvestirse. Había olvidado cuándo le confió tal información. Sabía que era un desmemoriado; pero mejoró mucho desde que entrenaba con Aron en Blitzstrahl.

—Acuérdate —dijo Nayara—. Me lo dijiste la vez que vimos juntos a Yibril en el Jamelgo Rampante.

—Ah, sí. El teléfonus... teléfono o cómo se llame. ¿Y para qué lo necesitabas? ¿Querías negociar con Leonard?

Derek supo de ese invento la última vez que vio a Yibril en la posada del Jamelgo Rampante. Éste lo traía porque un tal Rashiel, colega suyo, le pidió conseguirlo para una investigación secreta. Y explicó, quizá por urbanidad, que el aparatejo permitía a dos personas hablar entre sí, no importaba la distancia. Pero, aclaró inmediatamente que no funcionaría en Eruwa. Entonces, acordaron otra cita en quince días; a la cual el Ministro no acudió. Dejó un mensaje con el posadero en el cual pedía que se vieran otra ocasión.

Nayara reemplazó la bata encima del biombo con el vestido que se quitó.

—Bueno —dijo ella—, nada se perdía con tratar de negociar.

—Pues, en realidad, sí. Yibril dijo que el telefonus sirve sólo en el Mundo Adánico.

—Lástima. Como sea, esas pobres mujeres se asustaron tanto que no querrían darme el tele-lo-que-sea.

La luz de la araña dibujaba una delicada silueta femenina sobre la tela del panel central. La sombra se puso un camisón sacado del armario, y después, la otra prenda.

—Tuve que decirles que ya no estaban en su mundo —Nayara salió de atrás del mueble y deshizo su cola de caballo al desatar el listón de su melena—; si no, habrían escapado.

—Hermosa, no hacía falta. Dudo que hubiesen pasado del portón.

—Lo iban a intentar. Las escuché por detrás de la puerta.

Derek concluyó entonces que Nayara hizo bien al desanimarlas. De otro modo, los guardias del portón las hubieran devuelto a la alcoba por la fuerza. Y, quién sabe, tal vez les hubiesen disparado si no obedecían.

—¿Crees que haya otra manera de traer a Leonard? —dijo ella recostándose junto a su marido.

—Sí la hay. Pero, la Providencia todavía no me ha dicho cuál es.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora