LA BATALLA DE LA EXPLANADA

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Bastian Gütterman se acomodó rápidamente en el asiento del copiloto, junto a Gunter, en la cabina frontal del topo. Cerró los ojos unos instantes, mientras respiraba de manera acompasada. La máquina comenzó a elevarse en un ángulo de 45 grados para emerger. El inventor entonces informó que intentaba evitar las cloacas, pues el espacio interior de las tuberías más grandes podría hacerlos perder impulso e impedir que salieran a la superficie.

—¿Nervioso? —quiso saber Gunter.

—No —respondió Bastian—. Preocupado.

No era la primera vez que combatía a las tropas de Elpis. Pero, sudaba frío y sentía el mismo hormigueo en el estómago de la primera ocasión en que las enfrentó. Vencer a la guardia del palacio no sería mucho problema; el problema eran los reyes. Nayara podía alargar su espada a voluntad y eso sin mencionar las puntas de acero que hacía brotar de la piel de sus víctimas una vez que conseguía clavarles la hoja. Derek, por otra parte, dominaba y prefería los ataques a corta distancia; casi podía decirse que copiaba las técnicas de su amigo Aron Heker.

Poco antes de que el topo dejara el subsuelo, Bastian oyó entre sus pensamientos un conjuro que Kerach, su arma sagrada, le dio para proteger a cada soldado durante la batalla. Según ella, la defensa podía mantenerse sin que el Maestre Gütterman se concentrara en su funcionamiento, pero se requería que no lo hirieran durante el combate. Desenvainó. Sostuvo su arma con ambas manos y empezó a recitar, con tono solemne, un encantamiento que sonaba gracioso: "Ai nyd ei karaper".

—¿Para qué es eso? —Gunter interrumpió la recitación. Se notaban sus ganas de reír mal disimuladas.

—Era una protección —respondió Bastian—. Quiero crear escudos individuales para todos, y por tu culpa, tengo que empezar otra vez.

—Perdona. Es que sonó como si quisieras ir al baño.

En ese instante, el motor comenzó a marchar lento, como si fuese a fallar de nuevo. Se oía crujidos metálicos bajo los asientos. Entonces, Gunter abrió una válvula en el techo, la misma donde antes colgó una lámpara de carburo.

—Ya estamos cerca —dijo él—. Solo hay que aumentar la presión del vapor.

Poco a poco, la cabina se fue alzando hasta que el maletín bajo el asiento del piloto se deslizó hacia atrás, y no se detuvo hasta topar con la pared al otro lado del compartimento de carga. El topo temblaba cada vez más fuerte. Parecía que la barrena había dado con una capa de rocas particularmente duras.

Bastian se apresuró a terminar el conjuro protector. Kerach, su espada sagrada, le dijo que si se recitaba de forma correcta, una barrera invisible protegería a cada soldado del batallón. Cuando murmuró la última palabra, sintió que la empuñadura se calentaba. Esa era la señal de que hizo todo bien. Pero, lo más complicado no era pronunciar el encantamiento sino pelear, y a la vez, mantener la concentración para defender a su tropa. Estaba seguro de que Nayara o Derek no dudarían en aprovechar esa debilidad, si la descubrían.

—¡Listos para emerger! —anunció Bastian a los soldados detrás de él.

—Tengan cuidado —Gunter giró la cabeza hacia atrás tanto como pudo—: las otras excavadoras saldrán en la explanada del palacio, o en las calles del rededor, para no provocar derrumbes ni estorbarse a la hora de emerger.

El sol se dejó ver por el vidrio frontal de la cabina apenas el inventor advirtió a las tropas. Un instante después, las orugas golpearon el suelo de forma que las cabezas de los ocupantes se sacudieron. Bastian dejó su asiento empuñando a Kerach. "Trataré de protegerlos —dijo a los soldados—. Pero no prometo nada." Enseguida, les ordenó desabrochar los arneses de seguridad y ellos se pusieron en pie deprisa, fusiles en mano y listos para rociar municiones en el campo de batalla.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora