JOAB

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Salió a la entrada de su tienda de campaña para tirarse un pedo

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Salió a la entrada de su tienda de campaña para tirarse un pedo. Aprovechó el instante para dar una última ojeada a las trincheras de Soteria con los prismáticos que llevaba al cuello, y continuaban quietas como camposanto de noche. Así había sido por dos meses. Las alumbraban con reflectores desde lo alto del muro apenas oscurecía, pero las comadrejas no sacaban la cabeza de sus hoyos.

—Cobardes —masculló— ¡Cómo no salen de su ratonera para matarlos y largarme!

Sí, señor. Era una idea tentadora. Sólo que seguía sin decidir a dónde.

Bajó los gemelos y entró. A pesar de todo, para él era mejor que nada cambiase hasta mejorar sus planes. Quería irse de Soteria, pero no para volver a Elpis. Que Nayara jamás lo encontrase era lo que más anhelaba. Pero, cada vez que coqueteaba con esos pensamientos, justo como en ese instante, lo atenazaban fuertes dolores en el pecho y el brazo izquierdo.

—Maldita bruja —se quejó entre dientes y dándose un masaje en el pecho al mismo tiempo.

Cogió la silla plegable de junto a su catre, y se dejó caer en ella. Esperaba que el conjuro que Nayara le lanzó cuando lo tomaron de rehén acabara de matarlo. Sería bastante oportuno. A sus cuarenta y cinco años ya se sentía más viejo que el sacerdote Eli.

Un recluta de pelo crespo, rubio, que más parecía monigote de aparador, se asomó sin anunciarse.

—Señor —dijo apenas metió la cabeza—. El teniente Georg me manda con un zeppograma.

—¡Lárgate! —rugió Joab sin dejarle terminar de hablar.

—Perdone. Pero no puedo irme sin entregarlo. Es de parte del rey.

—Bueno —El Maestre levantó de la silla mientras sobaba su pecho—, dámelo. —Se acercó al recluta y le arrebató la tira de papel cubierta de ceros y unos—. Y ahora, largo; no quiero verte a menos que nos ataquen.

El muchacho se cuadró en un saludo militar antes de irse. Pero, Joab no se molestó en leer el mensaje recién llegado. Fue sentarse al borde del catre, de espaldas a la entrada de la tienda. Se puso a hurgar en el baúl que ahora tenía enfrente apenas el dolor se calmó. Los cigarrillos y el licor seguían en el fondo, aunque no como recordaba que los dejó. Contó las botellas. Por suerte aun tenía cinco y las dos cajas de pitillos robadas de la Zona Comercial en el último intento que se hizo por tomar la plaza.

—¿Qué te parece? —rió entre dientes—. Hay ratas en tu tienda.

¿Qué le sorprendía? Eran bienes codiciados en el campamento. No iba a preocuparse mientras los conservara. Si buscaban dinero, les falló; él nunca se desprendía del morral donde guardaba su salario prácticamente integro, pues no había en qué gastarlo. Si trabajaba para la bruja de Nayara era solo por dos razones: la plata y seguir vivo. En fin, momentos así ameritaban descorchar una botella de licor de malta. Lo hizo y se bebió de golpe la cuarta parte.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora