Liwatan apareció en su casa de las Islas Polares. Prometió ir a Soteria y vigilar. Pero, no dijo cuándo. Así que, técnicamente, no mentía si antes iba a otro sitio.
El viento afuera rugía. Se lo podía oír arañar con rabia las paredes hechas de hielo. No tener ventanas o puertas constituía una gran ventaja si edificabas en el polo sur de Eruwa. Escogió ese lugar porque el frío en esa latitud no dejaba vivir plantas o animales o personas. Además, le gustaba el clima. Noventa y cinco centígrados bajo cero en verano y al sol bastaban para espantar a los vendedores y otras visitas indeseables para siempre.
Su única posesión en aquel mundo era uno de esos espejos de cuerpo completo, en marco de roble tallado, que estuvieron de moda hacía como cien años. Se plantó frente a él.
—Jezb —ordenó. Eso era "abre" en rúnco.
Su reflejo fue sustituido por el de una inmensa puerta blanquecina y pulida. Era como una perla colosal incrustada en un muro de marfil tan alto que se su cima perdía de vista.
Liwatan cruzó el acceso entre Eruwa y el Reino sin Fin. Había perdido la cuenta de cuánto tiempo pasó desde la última vez que anduvo por ahí. Pero, ese no era momento para sentirse nostálgico. La expulsión fue culpa suya, así que no tenía otro remedio aparte de aguantarse. Entró ni bien le dieron el pase.
Las calles —de cristal y oro— llevaban directo de las doce puertas alrededor de la ciudad hasta el Gran Salón, en el centro. Ahí no había casas. Nadie necesitaba sustento ni dónde habitar pues no existía otro deber que no fuera servir a Olam. En cada acera, los Ministros que jamás habían dejado el Reino permanecían a la entrada de sus templos de mármol y le miraban con un gesto que a él le pareció de lástima. No podría volver hasta que Helyel fuese juzgado; lo cual por aquel entonces no se sabía cuándo iba a ocurrir. Ignoró cada mirada que seguía sus pasos.
La avenida terminaba en el Gran Salón de Olam. Un Ministro, cuyas coronas puestas una sobre la otra formaban una mitra, vigilaba la entrada.
—¡Hey! ¿A dónde vas? —Se le interpuso el guardia.
—A ver a Olam.
—Sabes que no tienes permitido volver a menos que Olam te llame. Ahora, vete por donde has venido.
—No. Me está esperando justo ahora.
—¿Te atreves a mentir en este Lugar Sagrado? ¿En presencia del Señor Eterno?
—Dejadle pasar —interrumpió una voz potente que sonaba como un ciclón.
—¿Qué te dije? —Liwatan palmeó el hombro del guardia antes de pasar.
El trono de Olam estaba rodeado de una gradería circular tan alta que uno debía mirar hacia arriba para ver a los Príncipes del Coro que ocupaban los lugares de la cima, cerca de la cúpula de diamante que coronaba aquel edificio de platino y oro sólido. Cantaban murmurando con sus voces de relámpago, sin mover los labios y con la vista fija en quienes ocupaban los tronos en medio del salón. Ellos usaban hábitos rojos sin cogulla y mantenían las manos unidas enfrente. Una flama ardía sobre sus cabezas, de forma que parecían cirios vivientes.
Liwatan cubrió su rostro con las alas. Ni siquiera él tenía permitido ver a Olam, o a su Hijo, directamente.
Los Príncipes interrumpieron su canción. Sus cientos de millones de ojos de inmediato se posaron en él y se volvieron a encararlo al mismo tiempo. Quizá a ellos tampoco les agradaba verlo, como al guardia de la entrada.
—¿No usas aquí tu verdadera forma? —dijo Olam.
—Es que esa no tiene alas —respondió Liwatan.
—Yo esperaba este momento desde que el Legionario entró a Soteria. ¿Y hasta hoy has decidido preguntarme cómo sacarlo de Eruwa?
—En verdad lo siento. Elí Safán y yo hemos pasado años buscando al Legionario. Sin resultados. No tengo siquiera idea de su identidad.
—Hijo mío, no ha sido casualidad que decidieses venir hasta hoy. Te atrasaste, pero estás a tiempo.
—¿Quién podría ser el Legionario que busco?
—El señor de la tempestad se ha ocultado en objetos comunes para los mortales y usurpando funciones de dos espíritus menores de armas sagradas.
—¿Baal?
Olam calló un instante. Por lo general, eso significaba que uno había acertado.
—Así que Baal es el Legionario que se infiltró a Eruwa. Y se hizo pasar por dos espadas sagradas. ¡Ahora entiendo por qué nunca lo hallamos! ¡Nos enviaron a su mejor espía!
—No es su mejor espía. Aunque su astucia bastó para engañar a un Maestre y una princesa haciéndoles creer que tenían un vínculo con sus espadas.
—Ya veo. Por eso nunca lo encontramos en el palacio. Saltaba de una espada a la otra. ¿Quién era el Maestre?
—Es el único Maestre que ha perecido en la guerra de Soteria.
—Joab Krensher... Bueno. Al menos se ha reducido la amenaza.
—No ha concluido. Le queda una princesa influenciable de la cual aprovecharse.
—Entonces, debo detenerlo. ¿Podrías al menos indicarme si Baal planea influenciar a quien gane la guerra?
—Sabía que Baal influenciaría a la persona más ambiciosa y desesperada que encontrara. Mas quisiste hallarlo por tu cuenta. Sólo yo he podido ver a quién eligió y no fue aquella que los mortales creyeron. El asesinato de Basil y Noa de Soteria pudo permanecer oculto para siempre si su hija mayor también moría. Por eso permití que un barco pesquero la rescatara. Había otras alternativas para esclarecer el asesinato. Elegir la guerra no fue sensato. Los hijos de Adamu y Ewe no necesitan una influencia maligna para odiar y ser vengativos. Lo heredaron de sus padres. Sin embargo, Baal necesita alguien que no tema a La Nada. Alguien que crea que puede usarla a su antojo. Yo preferí no hacer una intervención directa pues, de otro modo, ahora Eruwa estaría deshabitado.
—Entiendo. Al Legionario le conviene que gane Sofía porque Nayara se negaría a seguir sus planes.
De nuevo, Olam guardó silencio. Liwatan estaba en lo cierto.
—Y por eso ha influenciado a Sofía. ¿O me equivoco?
—Ahora mismo, en el palacio real de Soteria, dos hermanas luchan. La que está bajo la influencia de Baal no teme liberar a La Nada. Su oponente fue sentenciada a morir por un crimen ajeno. La sangre de Basil y Noa mancha las manos de quien cree que puede dominar todos los universos por tener el arma más poderosa existente. Si no desenmascaras a Baal y lo expulsas de Eruwa, Helyel podría obtener por fin lo que quiere.
—Entonces... ¿La asesina de Basil y Noa es Sofía? ¿Y ahora también quiere matar a Nayara?
—Hijo mío, si sabes la respuesta, márchate. No permitas que más inocentes mueran. Expulsa a Baal.
Liwatan se arrodilló hasta que su cara y las alas que la cubrían tocaron el suelo. Para cuando se enderezó, vio que había vuelto a las Islas Polares. Olam lo transportó desde el Reino sin Fin hasta afuera de su casa en un instante.
—Bueno —Liwatan suspiró—. Al menos las órdenes son claras.
Enseguida, voló tan rápido como sus alas le permitían. En menos de quince minutos llegó a la isla de Soteria, se volvió invisible y atravesó el techo de la Sala del Trono. Se quedó ahí, por unos instantes, mientras Leonard Alkef intentaba echar abajo la puerta con un hacha.
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El sueño de los reyes
AdventureLeonard Alkef debe ganar una guerra y salvar a su familia en 24 horas. ¿Podrá con todo?