REGRESO A SAN ANTONIO

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Era la primera noche —tras diez años— que Nayara pasaba en palacio real de Soteria.

Abrió la habitación donde dormía cuando era soltera. Suspiró al encontrar el piso y los muebles limpios, la cama hecha y sus viejos alhajeros cerrados sobre el peinador. Al parecer, la servidumbre se tomó la molestia de tenerla ordenada, como si esperaran que fuera a volver algún día. O quizá lo hicieron para honrar su memoria cuando la creyeron muerta y nunca hubo contraorden después de que reapareció como soberana de Elpis.

Ella y Derek entraron despacio.

—Mira —dijo Derek al abrir el armario—. Tus uniformes del preuniversitario siguen aquí —Descolgó un gancho con una chaqueta azul marino, blusa blanca, corbata de listón, falda plisada de tartán celeste y verde azulado.

—Ese es el de invierno —Ella lo cogió para contemplarlo—.Pero, ¿por qué no se deshicieron de ellos?

—¡Quién sabe! —Derek se encogió de hombros— Oye, a que todavía te queda.

Nayara se imaginaba por qué su marido le propuso volver a ponerse su uniforme escolar. Y seguramente aún le quedaba bonito. Pero, a ella no se le antojó complacerlo en ese momento. De algún modo, la presencia de su hermana menor todavía se respiraba desde que una entraba en el palacio. Casi podía oír el eco de sus zapatillas de tacón alto en los pasillos o aspirar su perfume de rosas. Incluso, creyó percibir al llegar un saludo que no había recibido en muchos años: "¡Hola, Ricitos!". Aquello no resultaba inquietante sino triste. Aún le costaba creer que, unos días atrás, Sofía estaba viva y era su enemiga. Perdonarla sería sumamente difícil... pero lo intentaría.

Derek negó con la cabeza y devolvió la ropa al armario.

—Creo que ahora eres más alta —dijo con serenidad. Se puso a su lado como para comparar sus estaturas—. A lo mejor la falda te queda demasiado corta.

Nayara se sentó en la cama e hizo un ademán a su marido para que le acompañase. Él lo hizo y rodeó sus hombros con el brazo. Ella le recargó la cabeza en el pecho y lo abrazó por el cuello. Tenía deseos de llorar, sabía que era lo correcto en esas circunstancias. Pero las lágrimas no acudían a sus ojos. Quizá todo el rencor que guardó por años hacía de dique y no las dejaba fluir.

—Yo también sentí su presencia —dijo Derek—. Pero, no está atrapada ni se quedó para atormentarte —besó la cabeza de su esposa—. Su energía era tan fuerte, tan vibrante, que la seguiremos notando por mucho tiempo. Eso sentimos. Por eso no puedes llorar aunque te pese la tristeza.

—A lo mejor es cierto. Yo la oí decir "Hola, Ricitos" cuando llegamos.

—También me dijo algo —Derek la estrechó con suavidad—: Ámense.

Ella sonrió. A decir verdad, extrañaba las escasas cursilerías de su marido; no las oía desde que los encarcelaron en Peña Hueca. Un rato después, se acostaron a dormir. Derek sólo se quitó la camisa y los zapatos y se tiró en la cama. Sus pijamas no llegaron con la poca ropa que mandaron traer de Elpis, y el trajín del juicio no dejó tiempo para pedir que se enviara el resto. Fue una suerte que a ella todavía le quedara el camisón violeta con una cara de gato estampada en el pecho que solía usar. Le causó gracia que alguna vez consideró linda esa prenda y ahora le pareciera aniñada.

—Oye —Nayara se recostó junto a su marido—, ¿iremos a desayunar mañana con Elí Safán?

—Le prometí que iríamos. Ya sabes que no tengo corazón para negarle nada.

—Pero... Míriam y Leonard estarán ahí también.

—¿Todavía te avergüenzas de lo que pasó?

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora