Esa mañana, Leonard Alkef estaba sentado en el comedor, vestido con una camiseta roja y pantalones de mezclilla, mientras se llevaba a los labios una taza de café. Dio un sorbo.
—¡Quema! ¡Quema! —exclamó entre dientes mientras abanicaba su boca con la otra mano.
Cuando algo así sucedía, extrañaba el té negro tan usual en cualquier desayuno de Soteria. Allá nadie conocía los cafetos y, si acaso existían, eran plantas silvestres. Pero eso era todo. La Tierra lo adoptó hacía casi una década, y su Madrastra le impuso nuevas costumbres. Tenía que obedecerla sí o sí. En todo caso, el efecto de la cafeína era igual en los dos mundos: le daba vigor para cumplir con las exigencias de su negocio y para sus carreras matutinas. Pero ya no necesitaba estar en forma por ser Maestre. Hacía tiempo que peleaba con la báscula del baño gracias a los guisos que preparaba a diario doña Martina, su suegra, y a los que doña Violeta, la madre de Carlos, traía cada domingo.
Miriam salió al porche y volvió de allá con el periódico.
—Ten —ella besó a su esposo antes de entregarle la prensa.
—Gracias, mi reina —él apretó un glúteo suave—. Pero ya te he dicho que no me gusta verte afuera con ese short tan corto.
—No andaba afuera. Nada más abrí la puerta para recoger tu periódico.
—Es igual, ya sabes que el vecino de enfrente es un mirón.
—Ay, Carlos, si es un viejito. ¿A poco te encelaste?
—¡Él no!, el otro vecino. Y despierta a Laura, se le va a hacer tarde para ir a la escuela.
Miriam se adentró hacia las recámaras por un pasillo junto al comedor, en cuya pared colgaban algunas fotos antiguas de Londres y Paris. Leonard eliminó varios mensajes. Pero, en ese momento, advirtió uno que le provocó un gesto de fastidio.
Su esposa volvió de los cuartos; y tal vez le vio el gesto de desencanto que tenía, porque lo abrazó por el cuello y le dio un beso en la mejilla.
—¿Qué tienes? —le preguntó ella con un tono cariñoso.
Leonard correspondió tomándola por la cintura.
—Hoy será un largo día —soltó—. Hay que poner diez abanicos de techo en casa de un cliente.
El ruido de una lata de basura hizo que la pareja se levantara de la mesa. Fueron hasta la sala y se asomaron juntos a la calle por una ventana, con las rodillas encima de un sillón largo, esponjoso. Doña Martina permaneció frente a la estufa, friendo huevos.
—Gordo —Miriam espiaba entre las persianas—, ¿Viste qué hizo ese ruido?
—Es un limosnero. Hace varios días que busca comida en la basura.
—¿Quieres que llame al 911? —Miriam se recargó en el hombro de su esposo.
—Déjalo. No hay problema si no le hace daño a nadie.
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El sueño de los reyes
AdventureLeonard Alkef debe ganar una guerra y salvar a su familia en 24 horas. ¿Podrá con todo?