EL VIENTRE DE LA BESTIA

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Leonard miró a Derek con mucha discreción. El rostro de su captor era una máscara inexpresiva, y lo único que se le ocurría era que maquinaba nuevos planes.

Los ataques a las defensas costeras de Elpis continuaban. Las torres caían, sin orden particular, como titanes abatidos; unas iban a dar al mar o a las aguas del estrecho de Röd, otras estallaban, y algunas más conseguían derribar cazas. Pero, hasta ese instante, todo indicaba que no lograron poner en la mira a los aerodinos de los que Soteria se apropió la noche anterior.

-¿Cuánto falta? -Exigió saber Derek.

-Veinte minutos a lo mucho, Majestad -respondió el capitán del Pacemaker-. Siempre que no nos caigan escombros y terminemos hundidos.

-Bien. Dale más potencia a esta barcaza. Me urge llegar a la ciudad.

La fragata se aceleró con una orden que su oficial en jefe pasó al cuarto de máquinas, por el tubo acústico junto al timón. De vez en cuando, grandes trozos de concreto daban zambullidas violentas muy cerca de la embarcación. Pero, la lluvia de restos no evitó que desembarcaran en el puerto de King's Cross, cuando se encendieron las farolas de las calles aledañas.

Leonard inclinó hacia atrás la cabeza para ver mejor las murallas de Elpis, mientras descendían al muelle por la plataforma del barco. Debían ser mucho más altas que las de Soteria, pues tuvo un leve mareo. Tuvo la sensación de mirar un rascacielos desde su base. Por suerte, le ayudaron a guardarse las llaves de su coche, la billetera y el teléfono en los bolsillos antes de bajar del Pacemaker.

-Apresúrate -Derek le dio un empujón-, tienes una cita que cumplir. -Luego señaló un coche blanco, de molduras doradas, estacionado frente al malecón-. Allá está nuestro carruaje.

La estrategia parecía haber funcionado. Leonard acababa de llegar hasta el vientre de esa bestia llamada Elpis sin que nadie descubriera sus intenciones. Iba como prisionero, cierto, pero lo mejor todo era que de seguro el ataque sorpresa de los topos debía estar sucediendo en esos momentos y, una vez que estuviera cerca del palacio, podría reunirse con sus compañeros y su arma sagrada. El mayor inconveniente era no saber qué pasaba allá, porque King's Cross quedaba muy retirado.

Derek y él abordaron el carro, junto con los soldados del pelotón que cupieron en los dos asientos. El resto viajó enfrente, con el cochero, y de pie en los estribos de atrás. Ni bien terminaron de abordar, el conductor fustigó a los caballos hasta hacerlos trotar. El Maestre Alkef se dio cuenta, al mirar por la ventanilla, de que Orr había cambiado en diez años mucho más que su nombre. El empedrado de las calles fue sustituido con adoquines, en muchas viviendas y negocios reemplazaron los tejados viejos por techos con lámina de zinc, y en las aceras no quedaban más farolas de gas sino eléktricas. Incluso, una elegante plaza ocupaba ahora el terreno que pertenecía a la academia de la guardia urbana. Entonces, tomaron la avenida Silverland, sobre la cual se hallaban la Casa del Tesoro y el antiguo y sucio mercado de los carniceros; aunque éste último fue demolido para dar paso a un gran colegio (¿o sería universidad?). Poco importaba lo diferente que fuera la isla. Seguía siendo el vientre de la bestia.

Los cañonazos resonaban a lo lejos de una forma casi rítmica. De pronto, y a propósito de nada, Derek empezó a silbar una tonadilla alegre quizá para desaburrirse. Pero, calló tras de unas pocas notas.

-Se me ocurre algo -dijo con una sonrisa leve-: si ganamos la guerra, puedo solicitar a Vladimir Smith que componga una obertura donde acompañe a la sinfónica con disparos de cañón.

-Eso no es nuevo -respondió Leonard serio-. En el Mundo Adánico ya lo hicieron hace años - Desde luego, tenía que llevarle la corriente a su captor para ganarse su confianza y que éste lo pusiera frente a Nayara-. Además, podrías dejar sordos a muchos del público.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora