Leonard salió del coche y abrió la puerta del garaje.
Dentro halló el Subaru de Miriam, aparcado, pero el resto de la casa permanecía silenciosa. La cocina se abría frente a él, solitaria. Era como si en cuanto pusiera un pie en el interior, las luces fueran a prenderse mientras su esposa e hija gritaban "¡sorpresa!".
Entró con cuidado.
Un aroma peculiar le cosquilleó la nariz apenas cruzó el umbral. No lo identificó en un principio, sino hasta que estuvo junto al fregadero. Encontró las bolsas del supermercado en el suelo. Algunas latas de frijoles y atún rodaron junto a la alacena. Sintió los ojos llorosos, pero decidió continuar. Olisqueó un poco el aire. "Almendras", murmuró al reconocer el olor. ¿Qué idea loca se le ocurrió a la mujer para sorprender a su esposo?
—Míriam, ¿Dónde estás? —preguntó él.
Nadie respondió. Luego, caminó hacia la sala
—Deja de esconderte por favor —dijo tentando la pared.
Nada de nuevo. Si eso era una broma, de veras no le causaba gracia.
—Laura —Insistió en llamar a los miembros de su familia—, ya llegó papi, mi hijita.
La casa seguía tan callada como un cementerio a media noche. Palpó el muro con brusquedad mientras buscaba el interruptor. Sintió la garganta irritada y comenzó a toser. El olor a almendras era más fuerte ahora; tanto que pasó de fragante a molesto antes de que la araña de la sala iluminara la pieza.
—Voy a prender las luces —Anunció Leonard con la voz lacerada por la irritación de la garganta—. Y más vale que salgan de donde estén.
Entonces, las bombillas alumbraron lo que parecía la escena de un crimen.
La mesita central estaba rota. El cadáver de un teléfono yacía entre fragmentos de vidrio regados por la alfombra. Las huellas toscas de unas botas de campaña salían por la puerta francesa del comedor hacia el patio, y otras más delicadas (tal vez femeninas) bajaban de la segunda planta y se unían a las de su cómplice al pie de la escalera. Una imitación del daguerrotipo del Boulevard du temple quedó rota en el descansillo. La vitrina en la que Doña Martina guardaba sus figurillas de porcelana tenía en el cristal el hoyo dejado por un pelotazo.
Leonard tomó su móvil para llamar a la policía. Pero no terminó de marcar.
Vio una carta dentro de un sobre color hueso entre los escombros. Estaba sellado con el mismo emblema que describió Erik en el bar: El escudo rojo con un águila dorada de dos cabezas.
Recogió la esquela. Le temblaban las manos.
—Tengo a tu familia. —Leyó en voz baja—. Están a salvo en Orr, pero, no prometo que nadie les hará daño. Tienes veinticuatro horas para unirte a nosotros contra la reina Sofía o tu familia pagará con sus vidas.
ESTÁS LEYENDO
El sueño de los reyes
Phiêu lưuLeonard Alkef debe ganar una guerra y salvar a su familia en 24 horas. ¿Podrá con todo?