El topo de Gunter llegó hasta la intersección de dos túneles, apenas iluminada por los faros encima de la cabina.
Leonard se consideró afortunado de no tener que caminar desde la Isla Prohibida hasta Soteria con Erik Bellido. Sus pies hubieran terminado deshechos; y hasta tendrían ampollas en las ampollas. El piloto hurgaba su nariz en busca de oro al mismo tiempo que hacía virar la máquina a la izquierda. Para esos momentos, debían estar cuando menos a treinta o cuarenta metros bajo el lecho marino. Seguramente las excavaciones eran parte del plan de Sofía.
—¿Cuánto falta? —quiso saber el Maestre Alkef.
—Estamos en medio de la bahía —dijo Gunter—. Llegamos en una hora si todo sale bien.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que si no se nos cae el túnel encima, o el topo se descompone, todo saldrá bien. Nunca se sabe qué va a pasar aquí abajo.
Durante sus días en Texas, Leonard adquirió el nostálgico pasatiempo de comparar cosas de Eruwa y de la Tierra. Coleccionaba fotografías antiguas de ciudades, maquinaria, vehículos y hasta aparatos domésticos originarios del mundo adánico. Por lo general, pegaba notas autoadhesivas en el reverso con información sobre a qué objeto de Soteria se parecían para después enmarcarlas y colgarlas ya fuera en las paredes de su oficina o en las de su casa.
Así descubrió que Londres, Berlín y París de los primeros años del siglo veinte guardaban una similitud equívoca con Soteria. Rera, la capital de Mutsube, casi era como el Tokio de mil ochocientos noventa. Inclusive, el puerto de Sorrento, Italia, tenía cierta semejanza a Orr, o Elpis, como ahora se llamaba. Con la tecnología pasó más o menos lo mismo. Los aviones de combate usados durante la Primera Guerra Mundial eran más pequeños que los cazas de Eruwa, y éstos llevaban ametralladoras en las alas además de volar gracias a motores de vapor provistos de pequeñas calderas alimentadas con destilado de carbón (o carbosina, como era más conocido). Y a ese combustible lo llamaban queroseno en la Tierra.
No tenía retratos de algún vehículo parecido a los aerodinos. Lo más cercano a ellos era un bombardero B-29 con rotores basculantes que le permitían volar como avión y despegar y quedarse quieto en el aire como helicóptero. Pero, él nunca imaginó que viajaría en una tuneladora a vapor capaz de superar a sus pares del Mundo Adánico. Quizá podía utilizar semejante máquina para atacar Elpis, aunque antes necesitaba madurar ésta idea.
Después de un rato, llegaron a un túnel iluminado con bombillas colgadas del techo. El laberinto se mantenía en pie gracias a vigas y pilotes de madera. La forma de orientarse era con letreros que indicaban a quién pertenecía la casa encima, o bien, tenían nombres de calles.
—¿Ven esa escalera? —Gunter señaló hacia el frente del topo—. Ahí está la casa del Sumo Sacerdote. Toquen la trampilla tres veces y esperen a que les abra.
—¿Vives cerca de aquí? —preguntó Leonard.
—En el distrito panindustrial. Bueno, lo que queda de él. ¿Por qué?
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El sueño de los reyes
AdventureLeonard Alkef debe ganar una guerra y salvar a su familia en 24 horas. ¿Podrá con todo?