LEONARD

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Hacía un poco de frío a pesar de ser Aepril

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Hacía un poco de frío a pesar de ser Aepril. Y a diferencia de otras mañanas, Leonard Alkef salió de casa antes de que el sol desechara la pereza.

El domingo era su día preferido. Después de sus ejercicios matutinos, podía olvidarse sin remordimiento de sus deberes como líder del Cuerpo de Maestres con una taza de té negro en una mano y el diario en la otra. Pero esa ocasión sería diferente. Debía ir a Peña Hueca para certificar la muerte de la princesa Nayara. Comenzó a trotar. Pasó frente a una hilera de casas de ladrillo con techos de cobre, puertas blancas y molduras de igual color en las ventanas. Las máquinas barredoras habían entibiado el empedrado de la calle con los chorros de vapor que despedían al detenerse, y a él le agradaba sentir ese calorcillo en los pies. Corrió alrededor de la cuadra hasta que sonaron cinco campanadas en el reloj del Templo Principal de la ciudad, que era donde el sumo sacerdote tenía su cátedra. Desde Olswedish apenas podía verse la parte trasera del edificio, un poco del tejado de dos aguas, y la cima del campanario. Las columnas de granito y el frontón con el grabado de la Última Cena estaban reservados para el deleite de los habitantes del distrito de Lestershire.

Leonard volvió a su casa para seguir el entrenamiento. Ejercitó veinte minutos más con el saco de golpear en el piso de arriba. Cuando terminó, se puso el uniforme con todo y Semesh, que era su arma sagrada de cargo. Después, bajó las escaleras de caracol rumbo a la calle. Cruzó el pasillo central, bordeado por la cocina y el comedor, hasta llegar a la sala. Elevó una plegaria corta un poco antes de salir. Luego, atrancó la puerta mientras un vigilante iba apagando las farolas y un brillo tenue de lámparas aparecía tras algunas ventanas. Le costó hallar una calesa, pero logró subirse a la primera del día.

Se dirigieron al puerto Sur por la calle Waker mientras Olswedish desfilaba por la ventanilla. Gran parte de las casas en ese distrito, a diferencia del resto de Soteria, formaban largas hileras de ladrillos rojos. En ocasiones, cuatro o hasta cinco familias alquilaban todas las plantas de un mismo edificio; incluso las buhardillas si no quedaba más espacio.

Cuando Leonard arribó al atracadero, el transbordador de Peña Hueca ya lo esperaba, y en pocos minutos, navegaron hacia la prisión. Una vez que se alejaron de la isla lo suficiente, pudo ver las raíces torcidas de los abedules del bosque, a las afueras, lamer el agua del mar. Desembarcó media hora más tarde. Nada raro pasaba hasta entonces. Sólo esperaba que la ejecución fuera rápida; quería volver a la ciudad temprano para almorzar con Anna Kurn, su prometida. Subió los peldaños innúmeros tallados en la roca monolítica. Sin embargo, encontrarse a Belkan D'aquino —el jefe de custodios— en el portón de la aduana, y no a Joab Krensher, le hizo suponer que urdieron alguna triquiñuela para evitar la verificación del ajusticiamiento.

—Maestre —dijo Belkan—, necesito hablarle en privado. Ya mismo.

Confirmado. Algo tramaban esos dos. Así que Leonard decidió seguirlo a la oficina de Joab, quería saber hasta donde serían capaces de llevar la farsa. En un par de minutos, estaba sentado en una poltrona de la oficina del alcaide.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora