ARON Y RUI

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Aron Heker subía la escalinata de mármol del palacio real de Elpis llevando a la esposa de Leonard en brazos, como si cargase a criatura una dormida y tuviera que dejarla en cama

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Aron Heker subía la escalinata de mármol del palacio real de Elpis llevando a la esposa de Leonard en brazos, como si cargase a criatura una dormida y tuviera que dejarla en cama. El pobre sudaba como si estuvieran en pleno desierto. Era lo malo de aún tener que vestir el uniforme de Maestre; con todo y la gabardina de cuero. Rui lo seguía, callada, con una niña que roncaba recargada sobre su hombro. Más atrás, en los primeros escalones de la planta baja, dos guardias uniformados con chaquetas blancas y botas hasta la rodilla, hacían el esfuerzo de subir a una señora mayor, inconsciente. Uno la tomó por las piernas y el otro la sostenía por los sobacos, de la misma forma en que la trajeron desde los calabozos del sótano.

—¿Dijo en la segunda o tercera planta? —quiso saber Aron al llegar a la cima.

—La tercera —contestó Rui. Luego, comenzó a dar suaves palmadas en la espalda de la pequeña, que parecía estar despertando.

La pareja volvió del mundo adánico hacía menos de dos horas. Pero, fue tiempo suficiente para que los hicieran recorrer los cuatro pisos del edificio tres veces.

Siguieron recto por el pasillo que conducía al estudio privado del rey, que estaba al fondo. Al llegar allá, se toparon con la siguiente escalera, cuyos peldaños de madera estaban forrados sólo con alfombra roja en lugar de mármol. Aron resopló fastidiado. Allá iban otra vez, de regreso con la carga a las alcobas de huéspedes. Los guardias por poco tiran un jarrón de porcelana de su pedestal, pero Rui lo cogió por la boca muy a tiempo, aunque llevara dos bolsos colgados de su brazo.

—Ya, ya —dijo Rui mientras la niña se quejaba entre sueños—... duérmete querida...

Una vez en la tercera planta, abrió las puertas de la recámara con su mano desocupada, y accionó un interruptor en forma de lazo para encender la araña en medio del techo.

Aron depositó en la cama a la mujer que llevaba cargada. Los guardias acomodaron como pudieron a la otra señora junto a ella. Luego, él se recargó en la pared. Se limpió el sudor de la frente con la mano, y de paso, recogió sus delgadas trencillas en una coleta que le llegaba a media espalda. El panel de caoba que recubría el muro crujió suavemente con cada movimiento.

Las órdenes de sus Majestades Derek Stoessel y Nayara fueron muy claras: tenía que ir al mundo adánico para reclutar a Leonard Alkef. Pero, no esperaba encontrarse a Erik allá, y menos que se le adelantase. No iba tomar rehenes. El rey lo decidió en el último segundo sin que su mujer supiera. Fue por eso que le mandó irrumpir en casa los Alkef —o Visalli, como decía en el buzón junto a la entrada— para tirarles granadas de sueño, ponerlos a dormir, y transportarlos hasta Elpis. Aunque, a la reina eso no le causó gracia. Ella parecía comprender que no tenían de otra para hacerse del mejor guerrero. Sin embargo, no se ponía de acuerdo con su marido en cómo tratar a las personas que secuestraron. ¿Serían huéspedes o prisioneros?

—Carajo —Aron olisqueó su ropa—. Mi camisa todavía huele a jabón con almendras.

—Es tu culpa —Rui acostó a la niña en un diván—. Te dije que no tiraras la segunda granada.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora