CÓDIGO BLANCO

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Los centinelas, alertados por los aullidos de las sirenas, alumbraron con reflectores el mar y los acantilados en busca de prófugos

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Los centinelas, alertados por los aullidos de las sirenas, alumbraron con reflectores el mar y los acantilados en busca de prófugos.

Nayara oyó alguna vez —no recordaba dónde— que durante un escape de cualquier prisión en Soteria, las órdenes para los custodios eran detener a los fugitivos o matarlos. Aunque, con Joab al mando, probablemente ocurriría lo segundo.

El tiempo se agotaba. Ella, Derek Stoessel y Aron Heker descendieron de la cornisa brincando entre las gigantescas piedras, como las cabras de monte solían hacerlo cuando habitaban la isla de Peña Hueca. El entablado del atracadero los recibió con un crujido apenas cayeron en él. De pronto, una luz los iluminó desde lo alto. El eco de la primera voz delatora no se demoró en resonar: "¡Están el muelle!". El trío corrió hacia un pequeño barco a vapor anclado en la otra orilla.

Aron tomó la delantera.

—Cúbranme —dijo—. Yo me encargo del transbordador.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Nayara.

—No quiero llevarlo con todo y tripulación —respondió él cuando se acercó al vapor.

Se perdió de vista después de subir por una escalerilla puesta en la borda. Derek y la princesa se detuvieron al pie de la proa y desenvainaron para montar guardia.

En esos momentos, los demás reos ya habían armado una nueva gritería por los ventanucos de las celdas. Los celadores, armados con fusiles, tomaron posiciones en las murallas. Amartillaron con presteza. Las piezas de artillera en los torreones apuntaron al muelle. Ahora todos en aquel lugar parecían deseosos de ver sangre. ¿Qué les faltaba para disparar?

—Ojalá que Aron sepa lo que hace. —Nayara empuñaba a Melej con ambas manos.

—No necesitamos a la tripulación —aclaró Derek—. Además, pueden amotinarse.

—¡Como quisiera tener un mejor plan!

—También yo, pero es lo que hay.

Un áspero rugido hizo que la pareja mirase atrás. Los tripulantes huían como si Helyel hubiera subido abordo; a muchos pareció no importarles tirarse al mar a las once de la noche o correr entre dos personas armadas o tener que trepar una cantidad ingente de peldaños para refugiarse dentro de la prisión. Entonces, Derek hizo señas a su novia. Le pidió no atacar todavía. Él quizá pensaba que aún había peores rivales que esos marineros. Ella asintió con la cabeza.

—¡Vámonos! —dijo Aron desde la borda— Joab ya no tarda en caer por aquí.

En ese momento, los planes tomaron un rumbo inesperado. Nayara fue la primera en notarlo. Quiso subir al transbordador cuanto antes, pero, sus miembros no respondieron. Ninguno excepto sus ojos. En cuanto pudo ver a su prometido, notó que a él también se le agarrotaron los músculos. No necesitaba palabras para entenderlo, le bastó con la mirada de alarma que él de algún modo logró dirigirle. Una fuerza extraña los ancló en el puerto de Peña Hueca. La princesa intentó hallar a Aron con la vista. Sin embargo, sólo pudo atisbar a una legión de centinelas que observaba desde lo alto, como cuervos en un tejado. Quienes no portaban fusil, permanecían detrás de los cañones. Bastaba un movimiento en falso para convertirlo todo en astillas. Varios minutos después, Joab apareció por las escaleras de piedra. Fumaba una pipa de madera oscura. Se había hecho acompañar por Belkan, el carcelero con el rostro picado, un celador panzudo con el torso descubierto y tapizado de tatuajes y otros dos esbirros. Todos ellos con fusiles al hombro.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora