ZALDJA

17 6 2
                                    

—Aprieta bien esas cadenas —demandó un soldado rapado y de dientes chuecos a otro que encadenaba a Leonard Alkef al barandal de una rampa.

—Listo —respondió su compañero, un artillero rollizo y de ojos achinados—. A ver si puedes librarte de esta, Maestre.

Los dos hombres dejaron a un desarmado Leonard en la zona de carga del HMIA Scorcher, la nave insignia de Elpis. Pero no se quedó solo. Viajó hasta la base militar de Zaldja, acompañado de un pelotón de diez integrantes que no lo perdía de vista; incluso cuando tuvo que orinar donde lo ataron porque no aguantó más y nadie quiso llevarlo al único baño a bordo. Las órdenes de la tropa eran meterlo a un calabozo al llegar mientras a Derek se le ocurría cómo aprovechar a su prisionero.

El aerodino aterrizó tras un largo rato. Horas quizá. Leonard no sabía cuánto tiempo volaron, pues también lo despojaron de cuanto llevaba encima, incluido su teléfono móvil. En cuanto se abrió la compuerta, el capitán del pelotón lo desencadenó del barandal para obligarlo a bajar. Era un hombre alto, de manos muy grandes para sus brazos y con un corte de cabello que hacía ver cuadrada su cabeza. Los soldados armaron una formación alrededor del Maestre Alkef. Descendieron por la rampa posterior de la nave. Luego, cruzaron la aeropista, y siguieron un sendero de concreto que terminaba en un bloque de barracas grises de tres plantas con ventanucos enrejados. Estaban frente al infame complejo administrativo. Delante de los edificios, había un reloj en forma de torre cuadrangular que marcaba las seis de la tarde. Aun hacía mucho calor y el sol seguía alto.

Derek no descendió. O, si lo hizo, Leonard no pudo ver por dónde.

Los once militares de Elpis y él llegaron a una puerta de hierro en un costado del primer edificio. El capitán tocó y, casi enseguida, un hombre achaparrado con un ojo cerrado de lagañas y joroba prominente, les abrió.

—¿Otro inquilino? —croó éste con voz aguardentosa y burlona—. ¿Dónde quiere ponerlo?

—Abajo —respondió el capitán—. Y ten cuidado. Su majestad dice que este es peligroso.

—Pasen. La treinta acaba de desocuparse.

Condujeron a Leonard por un pasillo bordeado de puertas iguales a la de la entrada. Bajaron por una escalera que se hallaba al fondo. Mientras ellos descendían al seno de Eruwa, otros dos hombres subían con un tercero en camilla, el cual se quejaba e iba empapado en sudor a pesar de que el nivel inferior era más fresco. Debía estar muy enfermo. Luego, el pelotón siguió hasta un recodo tras el cual había una reja. Un guardia despeinado y flaco pero barrigón que estaba detrás la abrió. Después, la unidad y su prisionero continuaron hasta detenerse ante una celda enumerada con un 30 sobre el marco de la puerta. Estaba abierta y exhalaba su aliento frío en las caras de todos. Luego, empujaron ahí al Maestre.

—Disfruta la estancia —dijo el capitán del pelotón.

Cerró de un portazo y Leonard se quedó solo en la celda. "¡Tengo que salir ya de aquí!" —mascullaba el Maestre con rabia—, "pero ¿cómo?". Eso se antojaba imposible sin Semesh, su espada sagrada. Comenzó a caminar en círculos, como ligre enjaulado. Tras lo que pareció una eternidad, acabó por sentarse en el camastro fijo en la pared, y las cadenas que anclaban el lecho protestaron al recibir su peso. Estar ahí le daba la impresión de haber sido enterrado vivo, sobre todo si consideraba que el enfermo de un rato antes quizá ocupó el mismo lugar. Volvió a levantarse. La falta de ventanas lo inquietaba. La lámpara atornillada al centro del techo producía el zumbido irritante propio de un cableado defectuoso. Iban a retenerlo ahí hasta que Derek supiera qué hacer con él, pero, ¿cuánto tardaría en decidirlo?

Se inclinó frente a la puerta de hierro y se asomó por debajo. No se veían guardias cerca. El de la última reja que cruzaron no parecía amenazante; probablemente sería fácil de someter.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora