LA REINA DE SOTERIA

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—Su Majestad, hemos terminado —anuncio el pintor: un anciano calvo de nudillos abultados

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—Su Majestad, hemos terminado —anuncio el pintor: un anciano calvo de nudillos abultados.

—Quisiera verlo —dijo Sofía.

Esa mañana, ella cumplía su primer mes en el trono de Soteria. Tenía las mejillas y el brazo derecho adoloridos, Olam sabe si por haber posado tres horas con una sonrisa forzada y un orbe en la mano para su retrato oficial, o porque lo hizo a diario por dos semanas. Además, ¿por qué debían pintarla? Ya estaban en pleno tercer siglo. Un leibinotipo hubiera dado mejores resultados en cinco minutos. Al menos la tortura se terminó. Era hora de ver si valió la pena. La joven se plantó frente al caballete, con aire pensativo, mientras contemplaba la obra recién concluida. El retrato lucía con sobriedad una cabellera como rayos de sol, y un rostro oval de rasgos delicados, y labios de rosa. Su semblante cambio poco a poco, y se volvió al pintor.

—Es bellísimo —Aprobó con una sonrisa—. Póngalo a secar, por favor.

—Como mi Señora mande —respondió el artista e hizo una reverencia.

Dicho esto, el hombre llevó el cuadro a un rincón lejos de la ventana donde la reina eligió posar, tras los estantes en los que descansaban jarrones de porcelana blanca decorados con esmalte metálico azul y rojo, máscaras leoninas con melenas de paja, figuras de oro, cajas musicales o alhajeras de marfil, y hasta primeras ediciones de obras como Más allá de Hanin, escrito por Elijah Rush o Los Desamparados de Horace Jakobsen. Incluso, había ejemplares en otras lenguas que fueron regalados a Papá y a varios de sus ancestros y que nadie se molestó en traducir.

Sofía devolvió el orbe de platino a la caja de cristal y cedro donde lo almacenaban, y dejó la Cámara de Obsequios. Los guardias de la entrada se cuadraron para saludarla al verle salir, pero ella no les respondió. Sus tacones de aguja producían un eco suave al recorrer el pasillo de arcos bordeado de vitrales que conducía a la terraza del segundo piso. Apenas tenía tiempo para un almuerzo rápido; en una hora llegarían los visitantes.

A ella le disgustaba recibir embajadores. Pero ahora no tenía más que poner su mejor cara. El gobernador Fridrich Boise, de la isla Orr, le traía una oferta de paz y regalos para engrosar la ya de por sí vasta colección acumulada por todos los monarcas de Soteria. Aunque, tal vez no era esa la peor parte. Liwatan y Eli planeaban inspeccionar el palacio por la tarde, ya que buscaban a un Legionario que se suponía se infiltró en Eruwa cinco años atrás. Desde entonces querían atraparlo. Pero, llevaban todo ese tiempo intentándolo sin mejores resultados que seguir un rastro que se perdía de pronto y que ahora los condujo al palacio por enésima vez.

A Sofía le explicaron que el Legionario trataría de influenciarla para que le entregara a Shibbaron, su espada sagrada, y obtener de ese modo el conjuro grabado en la hoja para darle órdenes a La Nada. Pero, ella estaba segura de que no corría peligro mientras Melej, el arma de Nayara, siguiera en el fondo de la bahía.

Finalmente, la joven reina llegó a las puertas de roble de la terraza. Cuando el calor era tan molesto como ese día, le gustaba comer al aire libre, y dejar que la brisa se metiera en sus cabellos de sol. Una mesa con manteles blancos y cubiertos de platino para dos personas la esperaba. Desde la puerta, se veía jardín interior del palacio. Las enredaderas de la planta baja abrazaban la balaustrada de arenisca y el aire olía a pasto recién cortado. El sumo sacerdote Eli Safán ya estaba ahí. El Tribunal lo nombró tutor de la joven hasta que ella cumpliera dieciocho años.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora