ENCARANDO A LOS TRAIDORES

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Eli y Liwatan se materializaron en el centro de Soteria, sobre la acera de la calle Gardner, gracias al mismo conjuro que los transportó antes al santuario de Metewr.

El conjuro ridículo que Yibril recitó al oído del anciano salvó a éste de las consecuencias de pronunciar un encantamiento Shofar. No murió. Pero, seguía bastante débil. Después de muchos intentos, Liwatan pudo restaurar un poco de la fortaleza que distinguía al sacerdote centenario. Gracias a Olam no tuvo que usar todos los encantamientos sanadores que conocía. Sólo debió emplear la mitad.

El Ministro comenzó a empujar la silla de ruedas con respaldo alto de mimbre en la que transportaba a Eli. No habían dicho ni una palabra desde que salieron de la Casa Pastoral. No fue necesario. Sabían qué asuntos iban a tratar con la reina. Cruzaron la Plaza Mayor. La Estrella de la Mañana, el mosaico-reliquia que Olam ocultó ahí, estaba cubierto de hojas muertas y polvo. La Fuente del Profeta y la de los músicos permanecían secas. Probablemente el decreto en el cual Sofía ordenó racionar el agua continuaría vigente hasta que terminara la guerra.

Aunque Leonard rompió el sitio la noche anterior, todo estaba desierto y en silencio aún con el sol en el cielo, como antes de la ruptura. Muchas casas tenían cerrados tanto las ventanas como los postigos. La gente parecía querer ocultarse del regimiento de Elpis que mantenía el asedio, aunque éste había sido derrotado la noche anterior. La excepción eran quizá los centinelas del palacio. Ese día, Eli los vio por primera vez frente al portón, en sus puestos, desde el último intento de Joab para tomar la ciudad.

Cuando se acercaron a la verja, un vigilante achaparrado vino hacia ellos desde la explanada tras los barrotes de bronce. Se quitó el morrión e hizo una reverencia a modo de saludo.

—Soy el sumo sacerdote Eli Safán —se anunció él—. Y me acompaña el Ministro Liwatan. Nos urge ver a la reina. ¿Nos haría el favor de preguntar si puede recibirnos?

—Se ocupó desde hace un buen rato —respondió el centinela—. Veré si está disponible ahora.

El hombrecillo cruzó la explanada de nuevo, pero en dirección al palacio. Entró deprisa y los dejó esperando al aire libre. Al sumo sacerdote no le agradó que lo trataran así. Le hicieron sentirse como si él y Liwatan fuesen sólo vendedores de puerta en puerta. Cuando el guardia achaparrado regresó por fin, lo hizo con diez compañeros más, todos ellos llevaban fusiles al hombro. Enseguida, pidieron a Liwatan que dejara su espada con el portero; se la devolverían al salir. Luego, se dirigieron a la entrada a paso lento.

—Su Majestad los atenderá en el salón de baile —informó al abrir el portón.

La escolta entró a la residencia junto con Liwatan y Eli y los hicieron cruzar el vestíbulo. Doblaron a la izquierda y pasaron frente al salón comedor, donde una mucama fregaba el piso con una jerga y otra rociaba perfume. El olor a nafta de los pasillos apenas dejaba percibir la fragancia de rosas que la servidumbre esparcía. Si bien, esos arreglos podrían indicar que la reina deseaba visitas, no parecía cortés enviar un piquete de guardias para atenderlas. Los trece pararon ante una puerta doble de madera y cristal con manijas de bronce. Aguardaron ahí un instante, o quizá dos, hasta que un sirviente acudió para abrirles. Entraron a un recinto largo, sin muebles ni alfombras. Las ventanas de vitral con motivos florales estaban abiertas y la misma fragancia que rociaron en la pieza por donde pasaron antes perfumaba todo el ámbito. Tal vez acababan de asear. Alguien había dejado las arañas de cristal encendidas, pero de las diez sólo funcionaban seis.

Los guardias tomaron posiciones en la entrada y cerraron las puertas.

—Algo no está bien —murmuró Eli en rúnico—. Sofía no quiso recibirnos en la sala del trono ni en la biblioteca. Esto está fuera de protocolo.

El sueño de los reyesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora