Capítulo Uno

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     Ocho años, ocho largos años en los cuales se los pasó en la oscuridad, en las sombras, perdiéndose tantas cosas, entre ellas y la más importante no pudo ver a su hijo crecer, tampoco verlo graduarse ni convertirse en hombre, tantos años perdido por haber sido acusado de ser el asesino de su esposa. Era inocente, siempre les dijo que era inocente.

   Su versión de la historia fue que al entrar a su casa encontró a su esposa muerta al pie de la escalera y debido al impacto él no supo que hacer, se acercó al cadáver y observó con curiosidad el arma que yacía en el suelo justo cuando había llegado la policía con el reporte de haber escuchado un disparo dentro de la casa. Lo arrestaron y cuando fue llevado a juicio, la sentencia fueron ocho años de prisión sin derecho a libertad.

   Desde aquel día no dejaba de argumentar su inocencia que nadie creyó.

   Ahora, cumplida su condena, volvía al lecho de su hogar que tanto conocía, no había cambiado nada la estructura, parecía igual como la había dejado como un castillo impotente, así era como él veía su mansión al encontrarse frente a la reja de hierro. 

   Tenía los nervios a flor de piel ¿Qué pensaría su hijo ahora que lo vería fuera de la prisión? Nunca fue a visitarlo en ninguno de los años en los que estuvo dentro de esta, él único al que había visto sólo una vez fue a su padre, pero eso fue hace ya dos años, después, no pudo tener ninguna sola visita de nadie más ni siquiera de su asistente Nathalie; por lo tanto, no sabía que había ocurrido en el exterior en esos ocho años en la prisión. Al entrar, miraba todo con expectación, no había cambiado mucho y así los fantasmas de aquella terrible noche vinieron a su mente, el día en que murió su esposa. Estaba tan sumido en sus pensamientos que no se percató en qué momento un hombre de mayor edad de un rostro perfilado lleno de pequeñas arrugas, caucásico, de ojos grises, con cabello plateado, vestido de un traje tallado de color marrón bajaba por las escaleras apoyándose de su bastón hasta acercarse a Gabriel Agreste.

—Bienvenido, hijo.

   No fue si no hasta escuchar su voz que Gabriel llevó toda su atención hacia él.

—Padre.

   El señor Viktor Agreste le extiende la mano para poder estrecharla, sin embargo, su hijo no hace ningún ademán de recibirlo.

—¿Dónde está mi hijo?

—Ocho años en prisión y no te atreves a saludar a tu propio padre.

—Nunca estrechamos buenos lazos, padre, sólo me fuiste a visitar una vez, mi hijo, ninguna. ¿Qué le has metido en la cabeza a mi muchacho?

—Nada de lo que ya sepa, él simplemente te ve como el hombre que le arrebató la vida de su madre. Yo tuve que encargarme de la educación de tu hijo durante estos ocho años—explicó Viktor Agreste.—Deberías estar agradecido.

—¡Deberías seguir en prisión, asesino!— Exclamó una voz desde lo alto de la escalera.

   Allí estaba su hijo, Adrien Agreste, hecho todo un adulto. Ya no era el mismo joven de catorce años que había dejado sin una madre ni padre que lo cuidara, no podía reconocerlo, no podía creer que le haya dicho esas palabras, incluso su hijo creía más en los hechos que le condujeron a la cárcel en lugar de pensar en la posibilidad de su inocencia.

—¿Por qué está él aquí?

—Sigue siendo un Agreste—contestó su abuelo—Siempre será bienvenido a ésta casa, pero no creas que te adueñarás de todo. Tienes un techo donde vivir pero las acciones de tu industria de la moda, toda tu fortuna, le pertenecen a tu hijo y yo lo administro todo.

   Fue una gran sorpresa para él escucharlo decir eso, Adrien se había retirado debido a que no quería ver a su padre, lo odiaba por haberle quitado a su madre y verlo de vuelta en casa no hacían más que alimentar su ego, un profundo odio hacia él, pero ya que seguía siendo una buena persona lo dejaría vivir en su casa como le pidió su abuelo, incluso estaba dispuesto a darle empleo en la industria de moda ya que era el dueño. Todo esto le fue explicado por su padre, el Agreste mayor, antes de que Gabriel fuera a lo que solía ser su habitación.

   Mirándose en el espejo notaba como el tiempo le había cambiado su rostro, lo que alguna vez fue un hombre bien vestido y elegante ahora el tiempo lo había deteriorado igual que una planta marchita y seca con cuarenta y cinco años encima. Las arrugas de su cara lo hacían ver con el doble de su edad, sus ojos estaban apagados y tan sólo llevaba encima un overol de la prisión.

   Un buen baño y ropa limpia no fueron suficientes para devolverle su esplendor, seguía viéndose marchito aunque ya se viera como un hombre bien vestido, las cicatrices del encierro permanecían en su rostro.

  Terminado de arreglarse, empezó por caminar por toda la mansión queriendo admirar de haber algo que haya cambiado en los ocho años que estuvo en la prisión, muchos de los muebles fueron cambiando en algunos sitios como en el comedor. Gabriel no podía creer la indiferencia de su heredero, era tan extraño sentirse de esa manera, no sabía que hacer para demostrarle cuan equivocado estaba, como decirle que era inocente de la culpa que lo habían llevado a las sombras y fue allí que se dio cuenta que debía buscar la manera de probar su inocencia, aunque no sabía como podría hacerlo.

   Dio un largo suspiro, ahora que estaba fuera de la prisión buscaría la manera de limpiar su nombre.

[AU] La mariposa negraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora