Doce años después

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Doce años despues

 

La ciudad castillo de Ámbar era un lugar especialmente tumultuoso. Las calles eran estrechas y empinadas, todas ellas de piedra sucia y encharcada debido a la ausencia de un buen alcantarillado. Las edificaciones eran de piedra, altas y en forma de aguja, de colores oscuros y ocres, y sus gentes tan indiscretas e imprudentes como el resto de habitantes de la isla. Los vendedores gritaban precios desorbitados por productos de escasa calidad y las mujeres se reunían en corrillos para charlar, cotillear sobre sus vecinas y reír a carcajadas mientras los niños corrían de un lado a otro dando patadas a balones de cuero. Los caballeros de la fortaleza hacían guardia por las calles en parejas. Los turnos eran de diez largas horas en las que vestían con sus magníficas armaduras de acero pulido. Su aspecto era amenazador, pero tal era la cantidad de adornos y metal que cargaban que cualquier carterista, bándalo y ladrón con un mínimo de mano diestra podía descoser bolsillos, saquear y robar sin que ellos llegasen a darse cuenta.

Ámbar era una ciudad moderna, llena de gente y alboroto; música, puestos de comida, tiendas... Una ciudad que había tratado de diferenciarse a base de la construcción de sus peculiares edificios en forma de aguja, pero que con el paso del tiempo, tal y como había sucedido con el resto de lugares de la isla, había sucumbido a la suciedad, pillaje y vulgaridad habitual.

Vista una ciudad, vistas todas, opinaba la gente como Symon Muerte.

A lo largo de su corta vida, había visto muchas ciudades, visitado muchas tiendas y conocido muchas gentes. Le gustaba jactarse de ser especialista en muchos campos. Ver mundo había incrementado su conocimiento de la sociedad, y entre sus especialidades contaba la de reconocer de inmediato y clasificar a los pícaros. Conocía a los asaltantes nocturnos; aquellos que durante las noches de descanso en los caminos más sombríos se abalanzaban sobre sus víctimas con cuchillos y espadas mientras rezaban a sus Dioses en susurros.

También conocía a los ladronzuelos de pueblo, alimañas sin corazón que no dudaban en tirar de las bolsas, meter las manos en los bolsillos e irrumpir en las viviendas vacías para rapiñar con todo aquello que encontraban.

Había también otro tipo de ladrón algo más experimentado que solía conseguir sus botines a base de juegos de cartas y trucos de manos. Estos solían tener una gran capacidad para lograr ofender lo suficiente a sus clientes como para provocarles y jugar, engañarles y, por último, quedar como auténticos maestros del misterio sin nunca llegar a desenvainar sus armas.

Y por último, estaba el nuevo tipo de pillo que acababa de descubrir en la ciudad castillo de Ámbar: el duelista. Este, lejos de tratar de pasar desapercibido o evitar poner su vida en peligro, provocaba a sus víctimas cuando estaban frente a alguien a quien deseaban impresionar y les retaba a un duelo. Todos ellos eran grandes guerreros; luchadores natos que a parte de algo de sangre, no solían perder nada. Sus capacidades convertían aquel juego en una manera limpia de ganar dinero a cambio de perdonar vidas, humillar, entrenarse y, a su vez, reírse de las víctimas.

Symon había conocido a muchos tipos de gente durante sus años como cazador,  e incluso algunos de ellos jamás podrían ser olvidados gracias a sus dones o sus vivencias... pero pocos lograron sorprenderle tanto como lo hizo aquel duelista.

El cazador se deleitaba del sabor dulce de una manzana helada en lo alto de unas cajas de madera vacías mientras observaba el corazón del mercado cuando el filo de una espada surgió de la nada para abalanzarse contra su cuello con la rapidez de una serpiente.

Symon se sobresaltó, sorprendido al verse asaltado por alguien en medio de una plaza, pero pronto su atención se centró en el curioso metal que presionaba su cuello. La espada, de filo muy estrecho, refulgía con un brillo oscuro que parecía irradiar de su propio corazón de acero.

Baile de Brujas - BorradorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora