Capítulo 27

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Capítulo 27

El relajante sonido del agua al resbalar por la fría piedra de la fuente resultaba de lo más inspirador para una mente imaginativa como la de Dorian. El gran artista de la corte, amado por unos y odiado por muchos otros, jamás volvería a ser el mismo. Su nueva naturaleza había desarrollado su mente hasta tal punto que no había podía evitar que su mente divagara sobre todo aquello que el viento traía consigo. Voces, risas, silencios, susurros...

Dorian creía sentir el mundo girar a su alrededor. Su realidad había cambiado. Atrás quedaban las dudas existenciales, las inseguridades y todo aquello que le atara a su vida pasada. Él era Dorian, el no muerto, uno de los elegidos para cabalgar a lomos de la vida hasta el fin de los días, y nada podría ensombrecer tan magnífica existencia.

¿Una maldición? ¡Aún se carcajeaba al recordar aquellas absurdas palabras que con tanta severidad había pronunciado Arabela para describir su nueva existencia! Aquel don era digno de Dioses, y tan solo un ciego, o quizás un engañado, sería incapaz de verlo. Y precisamente eso, un ciego, era lo que había sido anteriormente.

Le habían ayudado a quitarse la venda de los ojos, y ahora que por fin con tan claridad podía ver el mundo, creía ser capaz incluso de volar más allá de aquellos finos muros que durante tantos años le habían impedido ver que la vida no hacía más que empezar.

Cuentos, canciones, poemas... Dorian les había prendido fuego a todos al horrorizarse ante su mediocridad. Ahora sus versos eran mejores, sus ideas más delirantes y sus poemas dignos de ser oídos por los dioses. Aquel beso que tanta desdicha había creído que le aportaría le había devuelto la vida, y aunque aún no tenía a una musa con la cual poder inspirarse, en su ágil mente ya se desdibujaban los nombres de varias damas.

Pero libros, poemas y canciones a parte, Dorian se sentía feliz. Sonreía a todo aquel que se cruzaba a su paso, salía a pasear por los jardines y disfrutaba como un niño de todas y cada una de las horas del día.

Durante el primer día como inmortal Dorian había deseado poder mostrar su más profundo agradecimiento a su señora, pero dado que esta había estado demasiado ocupada para él, no había hecho más que buscar a sus hermanos con el mismo poco éxito. Durante la cena, en cambio, pudo intercambiar alguna que otra palabra con la princesa Lorelyn. Había sido entonces cuando habían decidido que aquella mañana se verían en uno de los jardines.

Y siempre fiel a su palabra, Lorelyn descendió las escaleras que daban al jardín a la hora acordada. Aquella mañana vestía de azul, con un bello traje encorsetado con ribetes blancos, guantes de terciopelo, una capa de color crema y una magnífica gargantilla dorada en el cuello. El cabello, de un intenso color dorado, caía alrededor del bello rostro sonrojado formando gruesos bucles que destellaban la luz del sol.

Tan bella y arrebatadora como siempre, la muchacha se abrió paso entre las flores deslizando con delicadeza la punta de los dedos enguantados por los pétalos abiertos. Aunque los gélidos dedos del invierno amenazaban la vida de las flores, estas luchaban por subsistir en contra de las inclemencias climatológicas.

Encontró a Dorian vestido con ropas negras de terciopelo en uno de los bancos de piedra. A escasos metros había una magnífica fuente de piedra con forma de castillo de la cual, en el extremo más alto, una torre escupía un magnífico chorro de agua. Había más fuentes a lo largo del jardín, todas ellas labradas por los mejores maestros del reino, árboles frutales y todo tipo de magnífica vegetación de colores grisáceos, azules y blancos que llenaban de vida el jardín. Todas las flores eran de colores tristes, apagados y lúgubres, pero fuertes como el acero. Eran las Flores de Hierro, como algunos las llamaban, símbolo de algunas de las casas nobles del reino, y, entre ellas, la Strauss.

Baile de Brujas - BorradorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora