La luz del sol colándose por mi ventana hizo que despegara los ojos lentamente. Como era verano, el sol salía considerablemente temprano, siendo que eran las ocho y media de la mañana.
Era un jueves, y sinceramente no tenía mucho que hacer. Como una niña normal, debería estar en la escuela, o en todo caso podría juntarme con amigos.
Pero ahí el problema.
Como no era una niña normal, ni siquiera iba al colegio y sólo tenía una amiga, que vivía en la otra punta del país desde hacía dos años. Su nombre es Emily Adams, con la que perdí contacto cuando se mudó de ciudad.
Te preguntarás: "¿Cómo es que no vas al colegio?", "¿Cuántos años tienes?", "¿Perdiste el contacto con tu amiga?", "¿Por qué, si existen los teléfonos?" "Espera. Ni siquiera se tu nombre", etc., etc., etc.
Espera, chico/a. Habrá tiempo para responder esas preguntas y muchas más.
Permíteme presentarme. Soy Jennifer Collins, tengo doce años y vivo en la ciudad de Nueva York.
Verás, yo solía ser una chica normal, que iba a la escuela, tenía una amiga (ser sociable nunca fue uno de mis puntos fuertes) y una vida bastante aceptable, cuyo único problema era mi molesto THDA (Trastorno Hiperactivo del Déficit de Atención) y el minúsculo detalle de que nunca conocí a mi padre.
Pero mi vida se vió arruinada cuando mi madre, Marie Collins, murió en un accidente de tráfico.
Un millón de preguntas más surgirán en tu cabeza. "¿Vives sola?" "¿Y cómo es que no vives en un orfanato?" "¿O con tus abuelos?" "¿O tus tíos?" "¿Tal vez algún primo?" "¿Por qué...?"
Dije que respondería todas tus preguntas. Ahora, déjame terminar.
Luego de este trágico suceso de mi vida, la policía de la ciudad quiso enviarme con algún familiar, pero la única familia que había tenido alguna vez aparte de mi madre fueron mis abuelos, quienes habían muerto hacía solo unos meses, aunque nunca me dijeron el porqué. La otra opción era enviarme a un orfanato de monjas solo para chicas, cosa a la que me opuse rotundamente, primero, porque mi madre era agnóstica (o al menos eso me hizo creer) y me dijo que no debía elegir una religión hasta ser más madura (además, la palabra monja me sonaba a tortura), y segundo, la idea de vivir en un lugar que no fuera mi departamento simplemente me desagradaba. Me dijeron que considerando mi edad (en ese entonces casi once años) no había forma alguna de que pudiera vivir sola.
Por suerte, mi amable vecino salió al rescate. Él se ofreció a hacerse cargo de mí completamente, y por fin me dejaron en paz.
Las primeras semanas sin Marie fueron desastrosas, pero con el paso del tiempo fui mejorando.
Tomé la decisión de dejar la escuela cuando comencé a notar que mis notas eran fatales desde la muerte de mi madre, y que probablemente eso no mejoraría con el tiempo. Tal vez fue algo drástico, pero no me importó. Y mi vecino no lo supo nunca, porque cuando murió mi madre me ofrecieron una beca completa, así que no tuve problemas con eso. La escuela llamó varias veces a mi casa, así que tuve que atenderlos y mentir diciendo que había decidido cambiarme a una escuela pública, sin importar la beca.
Mi vecino era un padre soltero, con dos pequeñas llamadas Olivia y Charlotte. La mayor era Olivia, dos años menor que yo, y Charlotte con cuatro años menos que yo.
Su padre se llamaba Theodore Ashworth. Tenía treinta y cinco años, era bastante adinerado, y su vida se basaba en trabajar y cuidar de sus hijas. Nunca me atreví a preguntar que había sucedido con la madre de las niñas.
Como ya dije, se hizo cargo de mí desde la muerte de mi madre. Era un doctor licenciado en pediatría, y todos los meses cubría todos mis gastos en cosas como comida, impuestos y ropa, además de mil dólares extra para que yo hiciera lo que quisiera. A cambio, yo cuidaba a sus hijas durante las tardes de lunes a viernes y a veces algún que otro fin de semana, mientras él iba al trabajo.
Y esa fue mi vida durante casi dos años, hasta que, un día antes de mi cumpleaños número doce, todo cambió completamente (otra vez).
Como dije, era jueves por la mañana, las ocho y media para ser exactos.
Decidí levantarme y cambiar mi pijama por un par de jeans azules, una remera de Star Wars y mis viejas Converse negras.
El calor del verano comenzaba a ser cada vez más ligero, mientras más se acercaba septiembre, aunque todavía faltaba un mes y un día para el otoño.
Un mes y un día... Esperen. Eso significaba que era veinte de agosto. En un día sería mi cumpleaños, aunque no estaba ni una pizca de emocionada o algo por el estilo. Creo que se hacen une idea de porqué.
Luego de un desayuno algo rápido, decidí que lo mejor sería salir a caminar.
Tomé el iPod que solía ser de mi madre, ahora cargado con mi música y salí de mi hogar, si es que se podía llamarlo así.
Central Park estaba solo a unas cuadras de donde vivía, así que decidí que lo mejor sería ir a dar una vuelta por allí.
Luego de unos veinte minutos caminando, mientras tarareaba al ritmo de la canción "I Write Sins Not Tragedies" de Panic! At The Disco, noté como un chico tenía la mirada clavada en mí.
Nunca me gustó llamar mucho la atención, así que simplemente decidí ignorarlo y seguir mi camino.
Al avanzar varios metros, me di cuenta de que me había estado siguiendo.
Tenía alrededor de unos veinte años. Su cabello era semi largo de color castaño algo rojizo, casi completamente escondido bajo un gran gorro de colores rojo, amarillo y verde. Tenía la piel blanca, con ojos oscuros. Llevaba una camiseta naranja chillona, en la que se leía "Campamento Mestizo", con el dibujo de algo como un pegaso, jeans holgados y zapatillas deportivas. Caminaba con la ayuda de dos muletas por debajo de sus hombros.
Al notar que seguía mirándome y siguiéndome, decidí que lo mejor sería volver a mi departamento.
[Última edición: miércoles 05 de abril, 2017]
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La otra hija de Poseidón ©
FanfictionSer hijo de los dioses suena divertido, pero no lo es. Es peligroso. Monstruos te persiguen día y noche. Tienes enemigos desde el momento en el que naces, aunque ni siquiera los conozcas en persona. Jenn Collins lo sabe porque lo ha vivido en carne...