VIII

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Narra Nico

  Los primeros kilómetros no fueron muy complicados. Íbamos a paso lento, pero constante. No hablamos para que no nos diera sed y poder cuidar mejor el agua, aunque tampoco había mucho de qué hablar.

  El tiempo era simplemente imposible de calcular, pero contando mis pasos, supe que habíamos avanzado casi tres kilómetros, lo que al ritmo que íbamos, podía ser alrededor de tres o cuatro horas.

  Jennifer iba por delante, siguiendo el curso del río. De vez en cuando nos deteníamos cuando escuchábamos algún ruido, temiendo que fuera algún monstruo, pero todos fueron la simple paranoia de estar en el Tártaro.

  Luego de lo que se sintieron como varias horas más y luego de haber perdido definitivamente la cuenta de mis pasos, decidimos parar para recuperar el aliento.

  — ¿Cómo está tu brazo? — me preguntó la hija de Poseidón en un susurro, como si temiera que alguien la escuchara.

  Intenté moverlo. Ya no dolía como antes, pero no estaba completamente curado.

  — Mejor — respondí.

  — Bien — murmuró, para luego sentarse contra una gran roca que había en el suelo. La imité y me senté junto a ella.

  Estuvimos así unos minutos, contemplando el Flegetonte frente a nosotros.

  — ¿Cuánto crees que estaremos aquí? — preguntó la chica.

  — Sinceramente, no lo sé.

  Volvió el silencio, aunque no era incómodo, hasta que comenzamos a oír ruidos que se acercaban a la distancia.

  — ¡Tres días! — exclamó una voz gruesa.

  — ¿¡Todavía quedan tres días!? — exclamó otra, un poco más aguda pero igual de grotesca que la anterior.

  — Sí. No es tanto. Algunos caminan por años para llegar a las puertas, y otros nunca vuelven a encontrarlas.

  — ¿Estás seguro de que este es el camino correcto? — preguntó una tercera voz.

  — ¡Más que seguro! Es mi tercera vez aquí — insistió la primera voz.

  Miré a Jennifer de reojo. Ella también escuchaba la conversación atentamente.

  La chica se dió vuelta y levantó levemente la cabeza, para luego volver a sentarse. Casi podía ver humo saliendo de su cabeza, intentando idear un plan.

  — ¿Qué...? — empecé.
 
  La chica me dió una mirada entre alarmada y enojada, como si se estuviera preguntando si yo era un completo idiota.

  — ¿Escucharon algo? — bramó una de las voces, alarmantemente cerca.

  Jennifer me tocó suavemente el hombro, obligándome a volver la vista hacia ella. Escribió en griego la palabra "cíclopes" sobre el polvo del suelo. Luego, se llevó el dedo a los labios, indicándome que haga silencio. Los cíclopes tenían un gran oído y escuchaban hasta el más ligero susurro.

  Alcé la vista del suelo y me encontré con los ojos de Jennifer clavados en los míos.

  — Debe haber sido el río — dijo otra de las voces.

  Pude notar que Jennifer relajaba sus músculos y su mirada se volvía algo más relajada.

  Los pasos de los cíclopes se fueron alejando lentamente, entre insultos y discusiones sobre quién tardaría menos en encontrar la salida si estuvieran solos.

La otra hija de Poseidón © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora