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  Narra Nico

  Caminar por el Tártaro era sumamente incómodo, porque podía percibir la muerte a nuestro alrededor en todo momento, pero cuando sentí la vida de la hija de Poseidón pendiendo de un hilo, sentí que iba a desmayarme, en parte porque le había tomado cariño, y en parte porque no le deseaba a nadie morir aquí abajo, porque probablemente nunca llegaría a los Campos Elíseos y estaría atrapada para siempre.

  Cuando ví que la herida de Jennifer comenzaba a cerrarse, dejé salir un suspiro que no me dí cuenta que había estado conteniendo.

  La chica lucía simplemente desastrosa: su remera rasgada apenas cubría su cuerpo hasta por debajo de sus costillas, y estaba completamente cubierta en sangre. Sus pantalones tampoco se habían salvado. Además, estaba cubierta de hollín y parecía que no se hubiera bañado en semanas.

  No era ningún médico experto, pero la herida no había cerrado completamente y lo que menos necesitábamos ahora era una infección, así que tomé los vendajes que había en su mochila.

  Todavía inconsciente, la acomodé contra un peñasco, de forma que quedara sentada y comencé a envolverla con las vendas. El algodón blanco parecía irreal, y contrastaba no solo contra la piel sucia de la chica, sino contra todo el paisaje en general.

  — Haz un nudo — murmuró la rubia, con apenas un hilo de voz.

  Levanté la mirada y me quedé observando sus ojos (que por cierto, todavía se me hacía raro el hecho de que fueran idénticos a los de Percy) por unos segundos.

  — ¿Así? — pregunté, atando los dos extremos del vendaje.

  La chica bajó la vista. Era evidente que era un trabajo de principiante, pero no estaba tan mal.

  — Sí — dijo finalmente —. Gracias.

  — De nada.

  — En el bolsillo pequeño debería haber analgésicos — dijo, señalando con su mentón la mochila de donde había sacado los vendajes.

  Me acerqué a la mochila, y en efecto, había una tableta de pastillas blancas circulares.

  — ¿Uno solo? — pregunté, sacando también uno de los termos de néctar. La chica asintió.

  Le alcancé el termo y la pastilla. Las tomó con pulso tembloroso, pero se las arregló para no derramar el líquido.

  Se quedó mirandome a los ojos, como si intentara adivinar mis pensamientos. Me di cuenta de que es algo que la chica hacía seguido, y que me ponía bastante incómodo. La chica dejó escapar una sonrisa divertida.

  — ¿Qué tanto me miras? — solté.

  — Nada, es solo que... me confundes. Hay momentos en los que te preocupas y me ayudas, y otros en los que parece que me odiaras — dijo —. Además, se nota que no te gusta llamar la atención ni que te observen demasiado, y desgraciadamente para ti, me gusta molestar a la gente.

  Rodé los ojos.

  — Te ayudo porque aunque no entienda porqué, me agradas, Jennifer.

  — Tu no eres tan detestable como crees que eres, Nico — siguió, recostándose contra el peñasco. Antes de que siquiera pudiera pensar una respuesta, la chica estaba completamente dormida.

  Me senté junto a ella y también me recosté contra el peñasco. Intenté no hacerlo, pero fue en vano: en cuestión de minutos estaba profundamente dormido.

  Tal vez fueron solo cinco minutos, tal vez fueron diez horas, pero cuando desperté me sentí mejor. Jennifer había apoyado su cabeza en mi hombro y parecía estar soñando, porque murmuraba cosas sobre un par de chicos llamados Sam y Emily.

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⏰ Última actualización: May 30, 2018 ⏰

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La otra hija de Poseidón © Donde viven las historias. Descúbrelo ahora